1. Flechazos sin sexo: A veces en el vaivén de lo social te toca a la mesa con un desconocido y salta un chispazo, una corriente de simpatía inmediata que te hace pensar: “Esta persona y yo podríamos ser amigos“. El otro día en una comida de trabajo me sentaron junto a uno de los comisarios de la muestra sobre Surrealismo egipcio que acaba de inaugurarse en el Centro de Arte Reina Sofía. Un alemán agudo, afable y sonriente, en torno a los 40 yo diría, y tocado con unas divertidas gafas de pasta azul eléctrico. Hablamos de arte, de sus viajes en pos del hallazgo de talento en países donde el artista no puede expresarse y salir. De cómo aprovechar el enorme capital de los mayores de cincuenta anulados e invisibilizados por la oleada imparable de los milenials (esa generación nacida de los ochenta a los primeros dos mil ante la que de pronto todos se arrodillan como ante un dios en pañales). Ambos denunciamos el esnobismo imperante pero colegimos que hay que saber nadar en sus aguas y el milagro es no contaminarse. Luego nos despedimos con esa sensación gustosa de que podríamos haber seguido con la conversación durante horas. Ese reconocimiento inmediato que te arregla un día de nubarrones con sal.

2. Significantes vacíos: Recorté y encuentro hoy en un cajón una entrevista al filósofo Jose Antonio Marina con ocasión de la publicación de su libro “Tratado de Filosofía Zoom” (Ed. Ariel) en la que hablaba de los “significantes vacíos, conceptos con fuerza de arrastre siempre que no se les dé contenido. Naturalmente aporta varios ejemplos -la política de hoy está plagada de ellos-. Quise entonces guardar el recorte para mis hijas, aunque sospecho que ellas prefieren heredar mis zapatos que someterse a la tortura de esta pesada de madre que intenta que lean y desarrollen un criterio. El antídoto contra los significantes vacíos que apelan directamente a las emociones y ponen coto a eso que Marina llama “el zarandeo emocional“.

3.¿Tú también, Bruta?. Precisamente esta semana acudí a un estreno de cine bienintencionado y con causa a cuyo director aprecio por su entrega a mejorar la vida de otros cuando podría dedicarse a vivir cual despilfarrador pachá. La película era atroz, una sucesión de frases de carpeta quinceañera al servicio del sentimiento menos elaborado. Moralina a granel envuelta en una trama simple más apta para una rave  de las “juventudes del Papa” (así lo glosaba una crítica y conste que soy fan del Papa Francisco) que para exhibirse en cines. Mi desazón llegó cuando mi hija me aseguró que le había gustado. “¿Cómo es posible?”, creo que le dije, preocupada; y por la mañana le envié por mail una crítica del filme y siete palabras: “La suscribo casi al cien por cien”. Al poco rato tenía su respuesta en mi bandeja del correo, que abrí ansiosa: “Tienes toda la razón, pero ya sabes que me gusta el pasteleo”, zanjó. Juro que mi hija es inteligente (y generosa, y observadora, y milenial). Y juro que soy sentimental, a veces en exceso, pero cada vez temo más al sentimiento como verdad absoluta. Ese torrente que se lleva los cauces del río de la razón por delante.

Termino ya usando a Marina como comodín del público. Aquí, su elogio de la inteligencia ejecutiva que pienso leerle a mi hija en cuanto me perdone mi radical reacción del otro día:

“Esta inteligencia ejecutiva es la más completa: nos da
una visión de las cosas, capta los datos, los interpreta, los guarda y,
luego, ofrece respuestas a las preguntas o a los problemas. Esta
inteligencia ejecutiva es la que sirve de freno a las emociones, a las
meras intuiciones, la que analiza y organiza nuestras ocurrencias y les
da pase o no les da pase para integrarlas en un proyecto. La inteligencia ejecutiva es la que proporciona normas para evitar el zarandeo emocional, el vaivén de las emociones”.

Emociones poco sospechosas: esas que se desatan al escuchar a Sokolov al piano (¡¡¡el lunes de vuelta, benditos sean los dioses que lo alumbran!!!),