Ayer mi querida C. encendió una vela por mí en la iglesia del Cristo de Medinaceli, ese dotado de un pelo Pantene muy envidiable: “Pero tú concéntrate en el ojo izquierdo, que si no no vale”, me advertía. Mi amiga F. siempre reza cuando entro en alguna zona de marejada, o lo hace alguien de mi familia.  Jamás he puesto en duda la desnuda profundidad de su sentimiento, y agradezco su entrega generosa como un bálsamo de miel y aloe vera, y ese respeto impetuoso hacia quienes no militamos en su liga.

P. lleva años con la Biblia en el bidé de su cuarto de baño, donde lee pasajes cada mañana, y siempre me conmueve y admira su arrojo, también el religioso (y nada meapilas, y un poco irreverente). Algunos de mis hermanos van a misa los domingos, y yo misma frecuento las iglesias -preferiblemente vacías- como lugares de paz e introspección. El olor a incienso lo encuentro acogedor como un buen suelo de madera añeja bien bruñido de cera de limón o una sopa de cocido en un día de viento y lluvia.

Por lo demás, me rodeo de ateos, descreídos, escépticos, agnósticos y todo un crisol de voluntades bastante opacas a la fe. Pero reconozco que no puedo zafarme de mi biografía, que me niego a comulgar como una performance como me provoca G., ese hombre con rodillas de Jesucristo; que el via crucis lo entiendo y lo saludo en muda recogida, y que me gusta el Papa Francisco, lo que provoca cierta hilaridad entre mis compañeros de trabajo. A falta de sentimientos hierbas que me impulsen a creer en Raticulín o en patriarcas barbudos que acuñan frases new age vacías pero rimbombantes -esa antigualla que es a la religión como la metadona a la heroína-, me aferré al “cierto oído para la trascendencia” de Salvador Pániker.  Esa expresión que resuelve la paradoja de la espiritualidad sin espíritu y que me encaja igual que el tinte rubio, los sujetadores balconette o las contracturas de cuello+trapecio.

La Semana Santa arranca este domingo en casa con una merienda de torrijas al calor de la amistad. Me gustará toparme en unos días por el centro de Madrid con una procesión deambulante, escuchar algún concierto de música sacra -esa que te proyecta a las alturas, sin un andamio tosco ni flagelos- y comer un potaje bien caliente. Encuentro que la berza y el garbanzo le van bien a este tiempo de relevo de invierno a primavera. Y a quienes disfrutamos de las estaciones intermedias, esas que desconciertan, agitan los sentidos. Un día de sol, otro de furia gélida. Y las hojas de los árboles en brote o en caída, a su libre albedrío. Desatentas.

Creer no está de dios, si no hay un dios que se haga notar, que sacuda y encienda y arrebate. Pero tampoco lo encuentro imprescindible. Lo sagrado es aquello que queremos cuidar como a los ojos. Una noche de dos enredadera, un libro subrayado, el olor del aire amanecido cuando enfilo el camino de mañana, renovada y absorta. El crepitar gustoso de unas torrijas con fragancia de leche, de miel  y de canela. La buena compañía de amigos que creen y que no creen. Y en los que creo.