Mi querida Big-Bang:

Ahora que mi George (Clooney, ¿quién si no?) tiene el poder de cepillarse a las cabras mirándolas fijamente a los ojos, yo ando ensayando cómo atravesar las paredes. Ayer mis amigas A y A-2 y yo salimos del cine convencidas de que si ellos podían, nosotras también. Un poco de LSD por aquí, unos tragos de alta concentración etílica por allá, y no hay imposibles para la especie humana. Nos reímos con este disparate sobre el peace&love, sobre el absurdo de la guerra de Irak, sobre la necesidad de tener un objetivo en la vida para levantarse. Y auspiciamos la vuelta del ácido lisérgico y de Hoffman como en su día volvieron la pata de elefante y los estampados vichy.

Así que fue terminar los títulos de créditos y salir disparadas a lo nuestro, un plan muy español: cervecitas bien tiradas con su tapa ad hoc y, sin más dilaciones, al dancing latino. Por el camino, eso sí, nos entretuvimos haciendo prácticas de hipnosis a los chuchos y a sus dueños, con éxito relativo. También comentamos cosas de interés general, como que el objetivo de los congresos médicos es que éstos puedan echar una cana al aire bajo los auspicios de Hipócrates, y volver a casa con la saca llena de prospectos de medicamentos milagro sin leer para lo de la próstata.

Hago recuento de toda la jornada porque me entreno para ser una guerrera Jedi, como los chicos de la peli “Los hombres que miraban fijamente a las cabras”. O sea, un arma de destrucción masiva con la mente, capaz de adivinar el interior de los cajones ajenos; capaz de hacer una llave ochi-tagari (o como se llame) y seguir tragando la pócima amarga del Starbucks. Capaz de bailar un tango arrastraÓ con toda la carga erótica y el giro de cadera, mientras con el otro ojo veo Tele-5.

La noche nos confundió y, enredadas con nuestros superpoderes recién descubiertos, dimos una vuelta del carajo para terminar en unos sótanos no aptos para señoritas: “ya os avisé de que esto parece un reducto de tipejillos con nuchakus”, dijo A-1 muy chulita, como si le hubiéramos encargado que nos guiase a la cueva de Ali-Babá. “Vámonos de aquí, que no saldremos vivas”, opinó A-2, que también es madre y eso. Y así, bien contentas, terminamos en mi local latino favorito, donde sonaba….Joaquín Sabina.

-“A ver, ¿esto no era un local de baile calentorro?, pregunté a la pava de la taquilla, que me miró cansina.
-“Este es uno de los ritmos con los que se ensaya un baile de salón (so lerda)”
-¿Pero exactamente…qué tipo de baile”, insistí mirándola fijamente a los ojos.
-¿Queréis entradas o no, que no estoy para dar palique?” , dijo ajena a mi poder hipnótico.

Ya dentro, dimos el típico vistazo de reconocimiento, lo que viene siendo una rueda de miradas Jedi para detectar posibles objetivos.

-Madre mía, si aquel de allí es clavadito a mi suegro! Qué mal rollo!
-¿Te imaginas que llegas y te encuentras con tu padre arrimando la cebolleta con una tronka latina?
-Joderrrrr. Más vale que nadie sepa que venimos. Chicas, si veis una cara conocida o que os suene remotamente ponemos pies en polvosora.
-Hecho, dijimos al unísono, un grito muy de guerreros Jedi…

Acodadas en la barra como profesionales empinamos el codo y nos pusimos a criticar a las parejas. Lo que los Jedi llamamos “investigación del apareamiento y sus motivos”. La pareja más sospechosa la formaban una cincuentona con vestido volandero y un joven espigado con look perroflaútico que parecía haber salido de una ONG en defensa del lirón careto, o similar. No se separaban después de cada baile, pero él apenas le dedicaba una mirada de cuando en cuando, con ese desdén inherente al macho en el baile latino (que te calienta mazo, pero luego se pone a mirar a Pamplona para que no te emociones demasiado).

-“Fijo que ella le ha pagado”, dije yo
-“Fijo que él es el profesor de conocimiento del medio de su hijo”, dijo A-1
-¿Os habéis fijado qué alta lleva la cinturilla del pantalón, si le llega hasta el sobaco!, observó A-2, que como es artista prefiere lo visual al análisis sociológico.

Y sí, el denominadoer común de todos los machos de la sala era el pantalón bien alto, reventando la entrepierna, y los pelos repeinaós. La media de edad, unos 50 -año más, año menos- y nosotras tres sosas que no movíamos ficha pese a que tuvimos nuestro público
-¿Bailas?
-No
-¿Y eso
-Eso es mi amiga y tampoco baila.

(¡Las ganas que tenía yo de meter este chiste que me rechifla en una de mis crónicas. Por fin lo he conseguidoooooo! Y esto, sin duda, se lo debo a mis habilidades Jedi)

Lo que sigue son: un latino patilargo con el pelo graso: “No, aún no bailo que tengo un callo y un juanete presionando”. 2.Un señor que podría ser mi padre con mirada de padre. “No, no bailo que estoy de luto por la cabra que ha matado el Clooney. Y 3. Un morenazo recortadillo y desdeñoso que se tomó fatal mi negativa. “Ya veo, y supongo que tus amigas tampoco bailan, porque las mujeres en grupo asumen respuestas en bloque”. Pues eso.

Embriagadas de tan clamoroso éxito emprendimos la huida a la salida, pero yo, que soy un lince me metí sin querer en la taquilla, con la tronka que nos había vendido las entradas. ¿Y ahora qué quieres?, me dijo mascullando y sin quitarse el piti de la boca. “Quiero que me mires fijamente a los ojos y te dejes llevar, so chunga”.

A esas alturas de la noche las tres entendimos que el pescado estaba vendido y que había que volver a casa con la satisfación del deber cumplido. “Muy mal se nos tiene que dar para no hipnotizar mañana a algún despistado, o algo”