Lo tuve que leer dos veces: “He limitado mi ambición en lugar de no limitar mi imaginación“. Lo decía David Chipperfield el otro día a Anatxu Zabalbeascoa. La arquitectura es un arte sometido a las leyes de la física, de las matemáticas, del buen gusto, de las proporciones. La imaginación desbordada y en pareja con la ambición produce monstruos, edificios que se caen. El ansia por epatar posee horrorosas criaturas de acero y hormigón diseminadas por el mundo. Delirios que encontraron ayuntamientos dispuestos a tragar con tal de dar alimento a las fieras. El espectáculo.

Tener una imaginación desbordante no es un talento hasta que no se demuestra lo que uno hace con ella, me parece. El fantasioso imagina pero no somete sus ocurrencias a eso tan poco sexy pero tan necesario que se llama sentido común. Fabulo, luego existo, dicen algunos. Y se inventan engendros sin un argumentario que arranque con esa pregunta básica: por qué. ¿Qué querías contarme?¿Qué emoción buscas producir apretando ese botón?  Creo que por eso me atraen las mentes de ciencias (si no hacen ascos a las humanidades, desde luego). Porque a cada paso que dan buscan cimentar la ocurrencia con una ecuación, un ensayo que los refute.  Que impida que se desmorone la cubierta, que mañana aparezcan las goteras.

Chipperfield asegura que se la trae floja no tener el Pritzker, y no suena muy sincero. El oscar de la arquitectura es un galón que enseñorea un currículum donde la imaginación no se escribe en negritas si no deslumbra sin trampas.  “Soy un seducido por la calidad utópica de Mies van der Rohe“, confiesa el británico, y me parece bien aunque la utopía es otra loca de la casa.

David Chipperfield

El mérito de seguir imaginando cuando el mundo mágico de la infancia se evapora es hacerlo con sistema y presupuestos. Con hilo argumental, con esas guías que ponemos a las plantas para que crezcan en una dirección y no invadan las despensas de las casas. Renunciar a pensar distinto es eso que te enseñaban en el colegio. Llevábamos uniforme. Repetíamos los textos de los libros, y un día te decían: “dibujo libre” y era un shock. O “tema libre” en una redacción, y algunas compañeras se echaban a temblar (luego se hicieron ingenieras, contables, químicas…).

Me excitan los que piensan diferente, pero temo que no soy buen apóstol del disparate. Y confieso que me he vuelto intolerante al desvarío sin fuste con los años.  Hay una inteligencia que se deja llevar por cauces no ortodoxos y recoge las redes antes de que se desmanden. Hay un arte que no se explica pero te produce temblores, sacudidas. Y otro que te  hace sospechar que estás siendo utilizado para consolidar el destino de un ¿artista? que se ha quedado en la provocación por bandera.

No sé qué pensará David Chipperfield al respecto. Su oficio me parece fascinante, lo sabe quien lee estas ocurrencias mañaneras que seguro que pecan a ratos de lo mismo que denuncian. Construir con materiales nobles pero también con ambición noble. No por el yoyoísmo. No por ser original. El reto, a mi juicio, sería conseguir que un domingo cualquiera, mujer que sales sola a caminar la ciudad, te pares delante de una fachada, mirando una cornisa o esa galería acristalada de una calle del centro, recoleta. Y quieras saberlo todo de quien la imaginó. Y busques más fachadas de ese mismo arquitecto. Tenga el Pritzker o no.