-Anda, mamá, canta algo para avergonzarnos.

Mi adolescente es adorable cuando quiere. Sabe que a mí me ponen un karaoke y me vuelvo loca. Un hijo adolescente, por definición, se avergüenza de ti (si no, o no es tu hijo o no es adolescente). Un hijo adolescente, insisto, hace tiempo que te prohibió ir al cole a la salida, y cuando te empeñas en recogerle por la noche después de una quedada con amigos te cita dos manzanas más allá, no sea que lo sorprendan con su madre y pierda muchos enteros en su prestigio social.

Yo, por mi parte, me avergüenzo de ella cuando me ofrece un recital de grosería para el público en general. Y pone los codos en la mesa en la comida, y moja la salsa de la fuente principal en un restaurante, o ensaya ácidos comentarios para probar la resistencia de mi cariño. A veces la ira no te deja ver el bosque. Ella sólo necesita una certeza. La de que haga lo que haga voy a aceptarla, a quererla. Pero como esa frase no está en su argot por razones hormonales, opta por el lanzamiento de misiles y, si me pilla descansada, consigue su objetivo: tranquilizar el hormiguillo vital. Sentir que hay madre para rato y que puede sacar a pasear su furia para replegarla cuando se le pasa el subidón rebelde.

Seguridad Social

Todo esto viene a que ayer hubo karaoke en casa de J. y M., los amigos más generosos que uno pueda imaginar. Y la culpa fue de la lluvia obstinada que aquí llaman orbayu y de un plan de río y canoas que hubo que abortar para no ahogarnos en grupo y salir en el Telediario. Tras la paella y los tintos de verano comenzaron a sonar los acordes de toda la pachanga que ha alfombrado nuestra vida (y la de nuestros abuelos, si me apuras). Cuarentones y cincuentones movimos las caderas al ritmo de Rafael, Elvis Presley, Sabina o Rocío Jurado. Y cuando los hombres dejaron de chupar micrófono, mi amiga F. y yo tuvimos nuestro momentazo. ¿El tema? “Chiquilla”. Un hit parade del grupo Seguridad Social con una letra bien profunda:

“Tengo una cosa que me arde dentro,
que no me deja pensar en nada
ay! que no sea de esa chiquilla
y de su mirada.

Y yo la miro…
Y ella no me dice nada…

Pero sus dos ojos negros
se me clavan como espadas.
Pero sus dos ojos negros
se me clavan como espadas…”

F. y yo movíamos nuestras pelvis con desenfreno, mientras mi ado bostezaba sin apartar la mirada de su teléfono. Estábamos tan motivadas que no caímos en lo que desafinábamos, pero mi tercera hija se ocupó de registrarlo en un video que en breve lo petará en YouTube: “Señoras haciéndose las juveniles con una canción de grupo prehistórico del que no teníamos noticia”

Por la noche me fui a la cama tarareando el tema, y no me podía dormir. Volví al año 1991. Cuando mi adolescente no existía ni como proyecto y las caderas servían mayormente para bailar sin recato. Pensé que uno es lo que ha bailado, la música que recuerda dos décadas después. La sensación excitante de dejarse llevar por un estribillo que no olvidas y que te sorprende una tarde de orbayu con paella, amigos y un karaoke capaz de llevarte a “atravesar el tiempo sin documentos”. Con la misma alegría adolescente, desatada y salvaje de entonces.

“Que las palabras se quedan cortas
para decir todo lo que siento,
pues mi chiquilla es lo más bonito
del firmamento.

Y yo la miro…
Y ella no me dice nada…

Pero sus dos ojos negros
se me clavan como espadas.
Pero sus dos ojos negros
se me clavan como espadas.

Y yo la quiero…
Como el sol a la mañana…”