Ayer volví a ver Tierras de Penumbra, la película basada en la novela “Una pena en observación”, de C.S Lewis. Un análisis sobre el duelo y el dolor por la pérdida que viene a decir que más vale haber tenido algo que perder que vivir sin afectos poderosos, protegido del amor con una coraza de titanio. La mitad de la película la vi sin voz porque vino a verme mi hermano A., y estuvimos charlando de nuestras vidas, ganancias y pérdidas en el sofá, mientras mirábamos de cuando en cuando con el rabillo del ojo la pantalla de la tele en la que la pobre Joy Granham (Debra Winger) se moría ante la impotencia azul y majestuosa de Jack -C.S Lewis (Anthony Hopkins).

(Lo que intento decir es que el dolor de entonces es parte de la felicidad de ahora. Ese es el trato).

Un duelo se parece a otro duelo en que durante un tiempo, a veces largo, uno siente, está absolutamente convencido de que el pellizco del dolor no pasará jamás. Porque le invade, le devora  cada molécula de su cuerpo. Porque ocupa cada centímetro de cada arteria y cada vena. Es una revolución que conviene vivir sin anestesia, con plena conciencia. Un virus que genera frustración, rabia, tristeza, desazón, melancolía y evoluciona a su libre albedrío mientras uno trata de ponerle etiquetas para dominarlo, ingenuamente. El luto requiere dejarse estar, pero también bucear hasta el interior del hueso y estar dispuesto a asumir qué parte de lo perdido no existió nunca. Fue una fantasía de supervivencia. Un relato a lo C.S Lewis contaminado  por las palabras y la música de violines.

Hay quien desafía el luto sin soltar al muerto de su boca. Y lo nombra con naturalidad como si aún le estuviera esperando a la salida del trabajo, en su descapotable rojo. Y así finge que no ha muerto, y se inventa diálogos de madrugada donde hay preguntas y hay respuestas. Luego están los que han colocado a su muerto querido en un estante preciso, un altarcillo donde no molesta pero no sufre las llamas del olvido. Y también conozco a quien tiene a su pesar a su muerto en un purgatorio y teme que eso siga siendo así, un estadío intermedio que todos juran que es normal, que pasará, pero ahí sigue, burlón. Y para exhorcizarlo se le lanzan pedradas de realidad. Y se le abre en canal, y se le cose y recose como a esos pobres cadáveres de autopsia de facultad de medicina.

C.S Lewis vivió de verdad cuando conoció a Joy. Eso te cuenta el libro. Ella lo agitó con su agudeza. Con su genio brillante, con sus desmanes de americana casual. Él era un rígido británico, un puritano metódico que olía a naftalina y tomaba el té o clock con sus rígidos amigos a los que nunca confió los secretos de su alma. Su pena en observación fue asumir que era un cadáver antes de despertar. Y que volvió a serlo tras la muerte de Joy, pero con una certeza nueva, luminosa, implacable. La de la pérdida. Eso tan demoledor que debe dar paso a la felicidad, nunca ahogarla.

-¿Cuánto calcula usted que durará este duelo?
-Lo que dure la fantasía entre sus dedos, señorita
-¿Y después?
-Ya es después, ¿no se da cuenta?

P.D. Me hubiera gustado leer el diario de Joy, si es que existe y se ha publicado. Pero parece que la larga sombra de él acortó la suya. O igual no fue tan gran escritora. Debo averiguar más..