Recuerda Andrea Camilleri a Ingrid y a su nórdica e impetuosa libertad una noche de gatillazo inverso, esa experiencia que todo hombre de bien ha de pasar para quitarle arrogancia a su savoir faire bajo las sábanas. No soy camilierista, pero tampoco insensible a un tipo que sostiene que su legado es la incertidumbre. La sabiduría del amante estriba en sacarse partido incluso en la indefensión del músculo desmayado. Sin química azul, naturalmente.
Entonces el periodista se envalentona y pregunta al nonagenario visitador de muchas camas, presuntas camas en varios idiomas y distantes latitudes, ¿quién ha sido la mujer de su vida?

– Se lo digo sin ninguna retórica. La mujer más importante de mi vida
ha sido mi esposa. (…) Digamos que el 80% de todo esto es debido a la
parte femenina, a la que empieza con el amor y se convierte en paciencia
infinita, atención, cuidado, complicidad…
Y después tenga usted
presente que, cuando empecé a escribir y todavía ahora, era ella la
primera lectora, y que su juicio para mí es
importantísimo. Si ella encontraba que cualquier página no estaba
escrita bien, yo la reescribía. Ella ha sido siempre lúcida y casi
despiadada
. Temía más su opinión que la de los críticos. Si esta no ha
sido la mujer más importante de mi vida, no veo cuál puede ser.

Andrea Camilleri

“Lúcida” y “despiadada” me parecen dos adjetivos impecables, más aún para ser la mujer de la vida de alguien. La respuesta debe ser tenida en consideración porque el escritor tiene la edad suficiente para no columpiarse en alharacas. Es ella, y ya está. La cómplice, paciente, atenta, cuidadora. Las Ingrid se han quedado en el camino y son hoy personajes de novela. Aquel polvo fallido en Estocolmo. Una rubia muy libre y tan deshinhibida que lo dejó manso y desnudo, desarmado. Los padres de ella al otro lado del tabique.

“Eres la mujer de mi vida” es una frase cargada de bonitas intenciones. En nuestra precaria educación sentimental todas soñamos con formar parte del club de las mujeres de la vida de alguien. Cuando siempre, o casi siempre,  ese es un galardón envenenado y pasajero. Un reconocimiento que pasa a otra con el tiempo sin que conozcamos su rostro y sus caderas, en un concubinato insoportable.

(Pero si te lo dice un hombre pasados los noventa entiendes que es el veredicto final de una larga reflexión consigo mismo. Con lo que cada una le aportó. Ay, Camilieri).

Yo, después de mucho batallar, querría ser sin duda la mujer de mi vida. Lo encuentro más heroico y más contemporáneo. No quiero que nadie me recuerde porque fui paciente, por soportar el paso retozón de tantas Ingrid. Ni tan siquiera por despiadada. Por lúcida sí, sería bonito. Y mirarme al espejo y encontrarme debajo de esa arruga de entrecejo que resume la tosca incertidumbre, esa belleza. Y si después de ser mía lo soy también de alguien, será como un regalo inesperado. Y puede que le enseñe mis escritos y escuche el veredicto entre las sábanas.