Encuentro en un supermercado. A esa hora limítrofe a la comida que suele dejar los pasillos de las tiendas vacíos. A esa hora en la que deambula gente que bajó a comprar una urgencia de postre rápido y rico para agasajar a un amigo.
Y entonces la veo. Una amiga del colegio, vecina de barrio de siempre. Hasta que se fue a otra ciudad y se espaciaron nuestras palabras a una vez al año, casi siempre la tarde de Nochebuena. Y siempre son encuentros jubilosos.
-¿Pero qué haces aquí? (Era martes, este martes)
Y ella me mira y tiene la cara descompuesta. Y tarda unos segundos eternos en responder.
-Acabamos de enterrar a mi hermano.
Flashback inmediato. Nosotras, nuestros hermanos, el campito de detrás de casa de nuestros padres. Todos en bicicleta. Los chicos y las chicas separados, así era entonces. Las madres gritando desde la ventana: “A merendaaaarrrr”. Las tardes eternas y libres. Orugas en las hojas de los prunos. Pelotillas volando en primavera.
Peleas de barrio y partido de fútbol ocasional. Yo de portera.
Los hermanos. Iba a hablar de los hermanos de tus amigas. Esos seres lejanos pero parte de tu paisaje. Apenas cruzábamos palabra pero sabíamos de ellos. Si suspendían, hacían la comunión o se marchaban de campamento. Si tenían una novia, si se casaban o cambiaban de ciudad.
Las niñas de los setenta, me atrevería a decir, conocíamos a los hermanos por la propiedad transitiva. Y los admirábamos o detestábamos secretamente. Los hermanos eran un enigma, pero un enigma compañero.
Y este martes.
Abrazo a mi amiga, lágrimas en el pasillo de los macarrones. Llanto incontrolable y cierto pudor después por no haber sabido consolarla. Luego toda la tarde su imagen no se me va de la cabeza. La de su hermano rubio y concentrado. Distante y familiar.
Y uno llora por esa pérdida, y también por no haber visto a su amiga en tanto tiempo.
Y los helados, al fin, llegan derretidos a casa…