Mi querida Big-Bang:

A la zorrita, por quitarle años, de mi jefa, no hacen más que llegarle flores al trabajo. Que si un bouquet cursi de rosas poco frescas a conjunto con el jarrón, que si unos crisantemos blancos lujuriosos, que si unas lilas mustias divididas en tres vasos comunicantes… Y yo, desde el despacho de al lado, intento sofocar la envidia con frasecillas del tipo: “hija, ni que te hubieras muerto y esto fuera el tanatorio”. O “si al menos te las mandara un hombre”. O…”ya podían regalarte un bolso, mona”. Ser tan tiñosa me pone fatal el cutis, lo reconozco, pero es que la última vez que alguien me regaló flores fue el día de la madre y eran de plastilina. Vamos: que necesito urgentemente un ramo en mi vida o mi autoestima la recogerá el portero al fondo del patinillo!!!

Es el síndrome de Cenicienta, lo sé, y ayer fui a la farmacia a ver si tenían algo para lo mío. La farmaceútica me miró y llamó al encargado, que a su vez se puso a consultar el ordenador: “¿Dice usted síndrome de Blancanieves?”. “De Cruella de Ville, no te jode”, murmuré, a punto de montar un Puerto Hurraco allí mismo, entre la estantería del Hemoal y la de los condones de fresa. Huelga decir que salí de allí sin solución y dispuesta a contratar a cualquiera para que me mande un ramo tipo Miss Cuenca a la voz de ya.

No, si yo no soy envidiosa, qué va. Lo que pasa es que arrastro un trauma desde mi nacimiento, por ser la segunda. Nunca, y cuando digo nunca quiero decir jamás, he estrenado un solo libro de texto. Cuando llegaban a mis manos estaban sobados, subrayados y hasta tenían alguna que otra mancha de chorizo. “No te quejes, que el forro es nuevo”, sentenciaba mi madre. Pero es que tampoco estrené el uniforme del colegio. Cuando esa otra zorrita que es mi hermana pegaba el estirón ya se había revolcado con él por el patio y la tela perdido su apresto a base de lavadoras y remiendos. Entonces se procedía a la herencia.Yo, Cenicienta, me lo ponía bien cabreada, y mi madre como premio de consolación me dejaba estrenar calcetines o un polo a mucho tirar.

Entenderás el resquemor con el que me he levantado hoy. Y por si ningún hombre reacciona y me manda flores -que ya sería un milagro- pienso apostarme a la puerta de la oficina de incógnito, con un antifaz como el de los golfos apandadores, e interceptar todo ramo, jarrón o bulto sospechoso que vaya dirigido a mi vecina de despacho. Total, las flores se pudren rapidito y la envidia tiñosa es de hoja perenne, como los pinos.