Los malos tienen mucha suerte de que se les apliquen las mismas leyes que a los buenos. Los buenos no lo serían si permitieran un trato distinto para los malos.

No se me ocurre una mejor manera de explicar a las chukis lo de la doctrina Parot. La Justicia es para todos, como el café o las nubes que amenazan hoy el cielo. A mis hijas que un matón salga antes de la cárcel en estricta aplicación del espíritu de la ley les parece una paradoja difícil de digerir. Un sinsentido de los adultos. Uno más.

Tampoco entienden, desde luego,  que un abogado defienda a un asesino, a un violador, a un extorsionador -“Si saben que lo ha hecho, ¿cómo pueden defenderlo?”- O que un padre no se tome la justicia por su mano y se cargue a quien hirió a su hijo, a su mujer, tras volverse loco de dolor.

“La civilización nos ha permitido crear seguros contra la barbarie”, les explico. Y está bien que sea así, aunque nos deje estremecidos ante la salida a la calle de un grupo de chacales indeseables. A veces el bien común exige la inmolación de unos cuantos. Y debe ser así.

Las vísceras contra la razón. Hacerse mayor debería ser canalizar los impulsos de las primeras por la senda de la segunda, pero no es tan fácil. Las víctimas de ETA que ayer lloraban por la Injusticia de la Justicia no podían dejar de escuchar el clamor ensordecedor de sus tripas. Luego, en la radio, unos señores muy reposados, muy cerebrales, explicaban por qué la decisión del Tribunal de Estrasburgo era la correcta conforme a derecho. Y todo sonaba convincente y razonable.

Pero no hay nada más razonable que un niño de once años.

-Han echado a V. de su trabajo.
-¿Por qué, mamá?
-Por la crisis, hija, para ahorrar dinero.
-Entonces es que ganaba muchísimo, ¿verdad?

Solemos creer los padres tontamente que las preguntas más comprometidas de nuestros hijos tienen que ver con el sexo, pero son mucho más sonrojantes las que apuntan hacia los desatinos más cotidianos, esos que se producen vestidos y no en un cuarto con las cortinas corridas.  Las paradojas, las incongruencias, -ahora me doy cuenta- son muy difíciles de explicar, de justificar, y alguien debería entrenarnos para tener preparada la respuesta correcta.

-Mamá, ¿por qué en el Telediario salen todo el rato padres que matan y maltratan a sus hijos?, preguntó ayer mi hija mayor tras deglutir juntas una noticia de padres que habían matado a su hijo, otra de una pareja de gitanos que hacía pasar por hija a una niña que no lo era -“el ángel rubio“- y la pieza diaria del siniestro caso de Asunta, la niña china muerta a la que los padres daban narcóticos.

“Es que los malos son más sexys como noticia, hija. En la universidad solían decirnos que el que un perro muerda a un niño no es noticia, pero sí lo es que el niño muerda al perro”.

Luego, al acostarme, me invadió ese abatimiento provocado por la visión de jaurías de niños que muerden perros. De perros que salen a la calle con ansias de sangre dispuestos a avivar los jugos ponzoñosos de nuestras vísceras.

La ley es para todos. Así debe ser. Pero a veces cuesta digerirlo y te condena a un sueño plagado de sombras y dentelladas de chacal rabioso. Y entonces bebes de un trago un Alka Seltzer y das gracias al cielo por eso que llamamos civilización. Un bálsamo contra la violencia que a veces te hace matar y otras morir.