“Por regla general no soy uno de mis temas de conversación, sólo podría serlo si alguna vez te interesara… lo cual podría ocurrir, ¿sabes? -añadió, frunciendo de nuevo el ceño-. ¿Es tan extraño que quiera hacerme sitio en tu vida?” (Elisabeth Bowen. El fragor del día. Ed. Impedimenta)

A las cuatro de la mañana me despertó el estrépito de las gotas de agua contra el patio, alféizares y  persianas. La furia de la naturaleza y la discusión agria, sorda y deshilachada de dos vecinos. Una pareja que se reprochaba quién había descansado y quién no estas vacaciones. Tuve que luchar entre la pereza de mi cuerpo de corcho cruzado en la cama y la curiosidad malsana de asomarme a ver si le ponía cara al conflicto.

-Te has pasado una semana sin hablar con mi hermana. (Ella)
-¿Y de qué tenemos que hablar, después de veinte años? Me sé de sobra todo lo que va a decir (Él)
-Por lo menos podías tener ese detalle conmigo.(Ella)
-Déjate de detalles, son las cuatro de la mañana. (Él)
-¿Has cerrado la puerta con llave? (Ella)

Elisabeth Bowen

-¿La has cerrado tú? (Él)

Las parejas de muchos años se enquistan en previsibles discusiones circulares. Inocentes reproches que encierran un nido de culebras venenosas a poco que rascas la superficie. No hay nada inocente en un diálogo sobre la cuñada de él, si oculta una metahistoria de intolerancias que, sumadas, podrían desencadenar la tercera guerra mundial. Toda pareja tiene uno o dos temas sensibles y su supervivencia depende a menudo de la habilidad de ambos por sortearlas como esas minas antipersona que perviven durante décadas tras el fin oficial de un conflicto.

Anoche las gotas de agua eran bombas napalm. Y la cuñada una granada de mano lista para dinamitar la frágil paz de un hombre y una mujer que hicieron la maleta hace unos días fingiendo ser felices y se han traído al fantasma de la hermana de ella para retomar la partida de ajedrez más torticera y endiablada. Esa que acaba en tablas y con los contrincantes heridos y sin unidad de reanimación a la redonda.

-Y en cuanto a nosotros -dijo- Piénsalo.
-Nunca te querría.
-Nunca me han querido.
-¿Y te sorprende?
-Podría salir bien, nos iríamos conociendo.

Atesoro una colección de conversaciones de pareja y pienso clasificarlas por colores, como esas cintas del pelo de una mercería de barrio. Pulcras, de seda, chinz o de rasos brillantes, rematadas con un cello transparente para que no se desbaraten. Debajo de una frase inocente puede haber tanta crueldad como en una granja de pollos. Pero también toda la grandeza, toda la generosidad y la entrega desprovistas de cualquier atisbo de poesía. Las mejor literatura al respecto no se desgasta en escenas dramáticas de muchos decibelios o en los accesos de pasión desbordada que ya no experimentan mis vecinos de patio, sino en la deliciosa cotidianidad de preparar el desayuno del otro mientras éste duerme o escribe. O ir a buscarlo en coche para que no se moje con la lluvia. O llevarle cada noche el vaso de agua a la mesilla. Todos estos gestos hay que conservarlos delicadamente en la memoria para cuando vengan tiempos peores y llueva y las contraventanas chirríen.

-Pero…¿quién es tan indiscreto como para que le guste escuchar conversaciones ajenas) -respondió Stella.
-Supongo que todo el mundo. Ya sabes cómo hablo yo, sin ir más lejos.
-Solamente sé cómo hablas conmigo. Yo no cuento.

Decididamente tengo que prestar más atención a Elisabeth Bowen. Arranca el último trimestre del curso y ahí afuera se han inundado las esperanzas de algunos. Mis vecinos, en un rato, se levantarán y ya no se acordarán de la cuñada. A veces conviene no prestar atención a las frases o gestos que duelen, y convenir que son gestos, son palabras. Una suma de palabras que se lleva el viento. Y luego escampa y el aire huele a ropa recién lavada y con suerte te regala el arranque de una historia. De amor o desamor. Como todas las historias.