“Yo lo que quiero es comprar una granja de pollos en mi pueblo y cultivar un campo de marihuana del tamaño de Jamaica”.

Este es uno de los planes escapistas que he escuchado últimamente a mi alrededor. Puede que el más excéntrico, sí. Me rodeo de gente entre los treinta y los cincuenta hermanados en la fantasía de la fuga. Desalentados porque aquí no encuentran alivio a sus desazones. Un fantasma migratorio recorre España, diría Marx. La sensación de orfandad. ¿No hay futuro?

Los bares afterwork se han convertido en el mejor escenario para alumbrar el crimen perfecto. El otro día, D.confesaba que quizás en unos meses se plantee irse a EEUU. Alguien mencionó Chile como la tierra de las oportunidades y A., que es un clásico, se decantaba por París. La mejor amiga de M. le acababa de comunicar que emigra a Hamburgo con toda su familia, y ella estaba en shock. A mí me hubiera gustado extender el mapamundi y tirar los hielos de mi gin tonic como si fueran dados: ¿Suecia?¿Turquía?¿Canadá? O tal vez ir tras los pasos geográficos de “Doctor en Alaska”, una de mis series favoritas a la que vuelvo cuando quiero calentar el corazón en esa taberna donde sirven reno y conversaciones chispeantes mientras el macizo Chris pincha música perfecta en su cabaña de disc jockey rodeada de nieve.

A mi querido J. le ha ofrecido irse a Tokyo y convertirse en tiburón del marketing. Él nos lo contaba el otro día delante del cocido con el que A. calentaba nuestro mediodía desbaratado. No tomaría la decisión sin consultarla con su novio, desde luego. Nosotras lo alentamos: “Desde luego no puedes poner en peligro tu pareja; sois la reserva sentimental del grupo”. “Sí, es verdad…pero habrá que ver de cuánto dinero hablamos…”. Volví al afterwork y a J., que acaba de romper con su chica y no tiene quién lo ate: “Tira un tabique”, le había aconsejado yo. “Creo que tiraré las sábanas y la vajilla”, me respondió él.

Tirar un tabique es extender los dominios de tu mapa. Cuando tienes hijos, trabajo y un suelo sólido los impulsos de huida se sustancian en cambiar el sofá de sitio, pintar una pared o desbarrar en un relato donde la protagonista se calza las botas de siete leguas. El mejor destino, comentábamos la otra tarde, es el de la pasión, no el de la necesidad. En el programa “Españoles por el mundo”, del que ya me desenganché porque me invadía una pulsión migratoria salvaje, la mayoría de sus protagonistas se habían ido a cientos, a miles de kilómetros, por amor. Y a todos les había salido bien la jugada. Yo, en mi escepticismo militante, pergeñaba un plan malévolo: contar las historias truncadas de esos amantes que se encuentran en Marruecos, en Oslo, en Bután, y cuando pasan los calores del frenesí andan sin cobijo y con los cables de vuelta a casa cercenados. Son mis emigrantes favoritos porque deben empezar de cero. Sin dinero, sin pasión. La pura supervivencia.

Hoy es un miércoles con alma de viernes y sueño con hacer las maletas, plantarme en el aeropuerto y elegir el destino más lejano que escupa la pantalla gigante del vestíbulo. Después, me compraré los periódicos, los leeré con un café y dos horas más tarde cogeré un taxi de regreso a casa. Con el hormiguillo escapista ya domesticado y un plan que incluya demolición de tabique o, en su defecto, un leve cambio en la orientación de mi cama.

Y, ya instalada, me meteré un chute maratón de Doctor en Alaska. Solos el macizo Chris y yo.