“Nunca seré capaz de tocar como Keith Richards, pero lo hice lo mejor que pude”, confiesa Stephen King en la introducción de “Doctor Sleep“. Un capricho de domingo cuya lectura postpondré sobre la torre Eiffel de mi mesilla hasta que tenga hambre voraz de best seller y cuerpo de pesadillas con coartada.

Nunca seré capaz de escribir como Stephen King. Tampoco de ordenar mi estantería Tal Majal por autores, por estilos, por épocas. El desorden, me he dado cuenta, permite licuar impresiones de aquí o de allá y convertirlas en una pasta proteica que siempre alimenta aunque a veces sepa a rayos. Me pasa con los libros. Me pasa con las personas.

Anoche, en una fiesta, M. me contó que venía de fotografiar una boda. La novia le había contado que  estaba liada con un hombre, casado que, naturalmente, se encontraba entre los invitados, acompañado de su esposa. M. con su cámara lo devoraba todo, un poco asustado, mientras sonaba el vals del amor. ¿Y si esas fotos delataran a los infieles? “Yo no sería capaz de hacer algo así”, me dijo. “Seguro que has hecho cosas más sorprendentes”, pensé. Enseguida obtuve una respuesta: “Una vez salí con una chica sólo porque me gustaba la idea de tener novia, no porque estuviera enamorado de ella”

-¿Y cómo terminó?
-Un día ella me dijo: “Creo que no te gusto yo, te gusta pensar que tienes pareja y yo te sirvo”. “Es cierto”, reconocí. Así rompimos.Y no me he casado porque no he dado con nadie a quien amar realmente…O no sé.

Doctor Sueño- Stephen King

(Keiths Richards, en este punto, se haría un solo de guitarra violento y rasgado hasta sangrarle las yemas de los dedos de la mano derecha. Que al terminar se llevaría a la boca y chuparía con deleite. Con esa expresión salvaje del ser capaz de esnifarse a su padre si procede y no hace demasiado viento)

Pasaban los minutos, sonaba la música y tres o cuatro ninfas bailaban desbaratadas como si fuera el último baile. M. bebía cerveza y yo también, y me contaba que desde su punto de vista el ochenta por ciento de las parejas consolidadas no saben muy bien cómo y, sobre todo, por qué han llegado hasta ahí. ¿La prueba? “De mi grupo de amigos de Alcorcón tres se casaron con unas chicas que conocimos una noche cuando aún éramos estudiantes. Tres, ¿te das cuenta? Es muy improbable que tres hombres conozcan una noche a tres mujeres que consideren las mujeres de su vida. Siguieron por inercia, por costumbre, por miedo…por vete a saber por qué”.

Keith Richards

(Los veo. Juro que los veo. Tres estudiantes y tres chicas de barrio, camiseta ceñida, plumas extracortos de esos que dejan escapar la piel de la cintura, el limbo paso de carne hacia las caderas, se enrollan -por costumbre, por inercia- una noche de drogas light y alcohol en una discoteca sita en medio de un polígono industrial. Mal iluminado. Hace frío y las corrientes de aire cortan y amoratan los dedos, que progresan cuerpo arriba cuerpo abajo, sin recato y sin fe. Puede que con menos que eso Stephen King  arrancara un relato terrorífico. Género adolescentes que entregados al vicio encuentran su castigo. Muy muy norteamericano. Puritano. Inquietante. Pero como no soy Stephen King me sorprendo apoyando la teoría de M. sobre la inercia como móvil de muchas parejas. ¿Especialmente entre los jóvenes de Alcorcón? Dudo que el extrarradio sea un elemento relevante en la teoría del cómo hemos llegado hasta aquí. Pero eso no se lo pregunto a M., que recoge su chaqueta y hace un mutis por la puerta)

Nunca seré capaz de escribir como King, de tocar como Richards. Pero sí de esnifar teorías sobre la soledad y sus conjuntos mientras bebo una cerveza, o dos, o tres, y me lanzo a la pista con las ninfas a bailar con furia y sin aliento. Como el último tiro de un soldado ahogado en la trinchera.