Nos creemos muy modernos. Pero siempre hay alguien que nos gana, y así nos lo recuerda el espejito mágico de la madrastra de Blancanieves.  

“Espejito, espejito, ¿quién es la más moderna de la casa?” pregunto cada noche con la absurda esperanza de escuchar mi nombre un día. “Minichuki, sin duda, que ayer ganó en el patio del colegio una pelea de gallos. (“O sea -me aclara el espejito al ver mi cara de despiste-  un concurso de rap espontáneo donde vence el que más aplausos recoge por su ingenio con las letras”).

Mi moderna de once años lo petó, y cuando quise saber la letra de su rap la encontré irreverente y clasificada para mayores con reparos. Muy Jay Z, para entendernos. Me miró con cara de “tú de esto no te enteras, que eres antigua”, y salí de su cuarto con la cabeza gacha, vencida y aplastada por el huracán de los tiempos.

Antes, en la cena, las chukis se habían reído de mí porque dije de alguien que estaba “colado” por alguien. “Mamá, no sé qué es eso que dices, pero es de vieja”, me soltó la adolescente, esa que me llama “motivada” o “acoplada” varias veces por semana.

Ser una motivada es bastante moderno, de hecho los de la RAE aún no se han percatado. Pero acoplarse sin ser invitado es una falta de educación tan desesperada como eterna. Claro que a la moderna de mi adolescente los matices le traen al pairo (otra viejunada, sí) Un adolescente es por definición dogmático y melasudista.

Menos mal que cuando estaba claudicando ante mis hijas Marco Tulio Cicerón vino en mi auxilio: “Estos son malos tiempos. Los hijos han dejado de obedecer a sus padres y todo el mundo escribe libros”. Me pareció absolutamente contemporáneo y pensé que el moderno es aquel que acuña frases ayer vigentes mañana. Y que escribir con ligereza es pecado mortal, pero un poco menos que publicar esos libros y quemar la Amazonía.

A los 17 se es moderno por imperativo biológico, pero sin mérito consolidado. Recuerdo compañeras de colegio viejunas ya a los doce que estrenaron los días de vino y rosas con pendientes de perlas y una cosmovisión tan convencional que parecía sacada de la Sección Femenina, ese atavismo que habían frecuentado nuestras madres y a nosotras nos daba risa. Las chicas de la Sección, como las de la Cruz Roja, debieron ser modernas en su día, digo yo. Tan pizpiretas, tan uniformadas como una de esas churris de Malasaña que se disfrazan hoy con un toque vintage aquí y una gafapasta allá antes de salir a las aceras a destilar hipsterismo histérico y forzado.

¿El modernícola hipster es moderno, me pregunto? ¿Qué pasa cuando cumple 40 años, o 50, y entrega su uniforme y sus galones? ¿Deja de ser modernícola y se convierte en padre de adolescente, esa condición carca? ¿Existe la maldición de los guays o me la acabo de inventar?

Durante una etapa de mi vida me rodeé de modernícolas. Seres interesantes, intensos y leídos, que sólo se despeinaban por los autores y grupos musicales considerados “aptos” para su estándar escéptico y barbudo. Eran una grey uniforme que sorprendentemente exhibía una visión poco iconoclasta de la realidad y llevaban los mismos jerseys de pico, las chaquetillas de punto y las gafas design. El espectáculo resultaba  conmovedor. Crisálidas que serían gusanitos. Cuestión de tiempo, ese juez implacable.

Leer a Camus, a Cortázar, a Bukovsky, a Burrows, a Gide… fue rompedor en su día, hasta que se convirtieron en clásicos. Igual que el estampado print animal, las plataformas o los pantalones pitillo. Las fronteras de la modernidad son móviles, me planteo hoy. Y el tiempo, una vez más, es la prueba de fuego que condena las modas a ser efímeras -como la adolescencia- o a mutar en clásicas.  

(¿La pura estética sin revolución social que llevarse a la boca banaliza sus banderas?)

Hoy creo, y así se lo haré saber a estas dos modernillas que albergo en casa, que un moderno es aquel capaz de tejer su propia telaraña estética, ética y cultural sin apoyaturas impuestas por un grupo. Un enemigo de los monolitos. Alguien que recurre a los clásicos para apuntalar convicciones propias un poquito revolucionarias. Una rara avis que siente que no pertenece a ningún grupo pero tontea con unos y con otros para llevarse lo mejor de cada casa. Un acoplado fugaz, un motivado perenne.

Y todo lo demás se cura con la edad, el sentido común y un espejo puñetero que no ha dejado de fastidiarnos la existencia desde que Blancanieves se hizo la más bella y nos condenó al resto al abandono y a ponernos gafapastas para cubrir nuestra mediocridad.

(No me extraña que la madrastra mandara a ese cazador tan pusilánime a matarla y sacarle las entrañas. Yo hubiera hecho lo mismo, mejorando el casting de cazadores. Hay asesinatos modernos que convendría rematar, mis queridos Hermanos Grimm...)