Pocos espectáculos son tan sexys como el del  hombre mientras se afeita a navaja. Ese ritual concentrado a mitad de camino entre la caricia y el degüello. El filo abriéndose paso, trabajoso, entre un océano de espuma densa y aromática. La posibilidad de un corte, una flor roja bermellón. Ayer lo pensaba en una barbería modernícola en la plaza del 2 de mayo llamada Malayerba, donde hubiera dado mi vida por sentarme en esas butacas tan añejas y dejarme estar entre las manos expertas de mi Fígaro mientras me extendía la crema por la cara y sonaba, triunfante, ese Rossini.

A mi U. todo el bel canto que termine en “ini” le da una pereza que le mata, pero yo en asuntos operísticos soy facilona y mobile como la donna. Y me dejo hacer.  La música tiene un efecto manicura. Te pones en las manos de dios, que a veces es un chino de tu barrio, y esperas con paciencia a que extienda la laca roja intensa por tus uñas -“muy cortas, señorita, ¿por qué no se las deja crecer?”-  “Porque me dan miedo, son feroces”, le diría- sabiendo que no podrías hacer otra cosa, ni siquiera responder al teléfono que centellea en el interior del bolso.

Los rituales son imprescindibles. Tiempos muertos. Resumen el trasvase entre tú y el universo, sin faenas ni propósitos, sin ruido. Dejarse hacer para una soberbia hiperactiva es un ejercicio de paciencia, como un rosario extramuros de la iglesia. Más de una vez salí con las uñas húmedas y me las destrocé al abrir la cremallera del monedero, impaciente por algún apremio banal e innecesario. Ayer, en la barbería, soñaba con inclinar mansamente mi cabeza, ajustado el babero capa de rayas, y entregarme como Sansón a Dalila, a riesgo de perderla, y sentir el filo helado paseando por mi cuello, por mis pómulos, por encima de mis labios. Con ese olor a cítricos del bálsamo y la hipnótica luz mortecina en el espejo.

Barcería Malayerba

(Las mujeres no vamos a que nos afeiten, sino a que nos arranquen los pelos o nos los achicharren. El rasurado no es ritual, sino tortura)

El pelo masculino es un orgullo recidivo y dominado por un arma. El femenino una vergüenza que nos ruboriza. Más de una y más de dos han dicho no a una propuesta de amor súbito y encendido por no estar a punto bajo los pantalones. La dictadura de la intimidad sólo nos aplasta a nosotras. Y algunas piden a sus compañeros, sin duda en justa venganza, que se depilen enteros y entreguen desnudos, pelados como gambas, todas sus municiones.

No puedo con los tipos depilados, y sé que me repito. El vello es la fuerza en brote, domesticada al amanecer por una brocha que extiende y perpetúa el mismo parte bajas, repetido. Más de una vez, en el pasado,  he observado a hurtadillas al hombre que amaba frente al espejo, concentrado, la lata de jabón inglés lista y abierta, el vaho ya moribundo de la ducha en el espejo, y esa precisión que invade apenas los lóbulos de las orejas, terciopelo, el pliegue taciturno de la barbilla. Tan refinado gesto, tan atento y a la vez tan repetido, tan aparentemente fácil y sublime.

Ayer en Malayerba -“cortes y afeitados finos”, reza el cartel de la entrada- quise por una vez ser hombre y rasurarme. Hablé con el barbero, con patillas de asaltador de caminos. Me deslicé por los estantes llenos de champús y bálsamos, mentol y cuero viejo. Pensé que a un hombre bueno yo quisiera regalarle un afeitado, veinte minutos al borde de la muerte, acunado por las voces de Rosina y Almaviva. Un éxtasis sin pompa ni responso. Y la toalla blanca, inmaculada, rematando la faena justo antes de extender un aceite balsámico que olíera a bergamota y a pasado. A esos tiempos de pelo salvaje y polvo de caminos en un territorio donde las mujeres siempre estuvimos vetadas, siempre escudriñando tras la puerta.

Una barbería es un templo unisex. Ahora lo sé. Un altar de sacrificio vetado a nuestros ojos que ayer me abrió sus puertas, sus secretos. Y fue una jubilosa, excitante y juguetona transgresión.