La crisis ha bajado la cifra de divorcios un 18%. Desde un punto de vista puramente estadístico, nos queremos más. Eso es lo que deduciría una inteligencia artificial que tomara muestras de terrícolas empantanados entre facturas que no pueden pagar, junto a una pareja a la que no pueden querer ni tampoco abandonar.

Ahora entiendo el significado de “Amar en tiempos revueltos“. Esa serie a la que estaba enganchada mi amiga A. hace un par de veranos, que acompañó mi sueño siestero en nuestra casa de Asturias. La principal virtud de “los huevos revueltos” (así la llamábamos, para acortar) era que aunque te quedaras frita a los diez minutos y despertaras cinco antes del final, sabías perfectamente lo que había pasado. Y si no, mi paciente amiga -contadora de historias profesional y prodigiosa- me daba dos o tres pistas que completaban el puzzle romántico y azaroso de aquel verano.

Las parejas en crisis tienden a ver la tele juntas porque es gratis. Imagino que ya que están comentarán la película y es posible que la mano de uno caiga en el regazo de la otra o el otro y una cosa les lleve a la siguiente. Eso lo lo pienso en mis fantasías más románticas acerca del asunto. Hace un tiempo alguien me dijo: “Como me toque la bonoloto, me divorcio“. Me pareció una boutade, pero ahora entiendo que no y me imagino a esas hordas de mal avenidos comprando a escondidas un cupón de la ONCE que les permita culminar su máximo sueño: No un viaje alrededor del mundo ni una mansión estilo Tara en los Hamptoms, sino separarse de quien ya no comparte los huevos revueltos por la mañana, sino el silencio espeso y un sofá pendiente de tapizar.

En tiempos revueltos como huevos – ahí va mi tesis etérea como una escultura de Giacometti- los que se aman se aman más y los que se detestan subliman el odio hasta que lleguen horas mejores. La iglesia pensará que por fin ha triunfado esa vieja proclama de “en la salud y en la enfermedad, hasta que la muerte nos separe“. Imagino hogares divididos por trincheras donde uno guarda su compra en una balda y el otro en la de al lado. Una guerra sorda y sostenida de esas que en los libros de historia nos pintaban como la peor. La que se prolonga en el tiempo y va sembrando los campos helados de cadáveres.

Dos que no se divorcian porque no pueden pagarlo son enemigos íntimos con un pañuelo blanco atado torpemente a la muñeca. Cuando uno entra en la cocina el otro sale hacia el salón. Se apuntan los recados en postits sembrados acá o allá y afilan las bayonetas cada noche, justo antes de dirigirse el uno al sofá y la otra a la cama, en turnos sucesivos que no se rompen sin una negociación previa. El amor en huevos revueltos se parece un ministerio con funcionarios renegados que pegan sellos sin levantar la vista y se alteran cuando les haces una pregunta que no está en el formulario.

Se me ocurre que los bancos deberían inventarse créditos para divorcios a bajo interés. Una llave hacia la libertad que impida que esa bomba nuclear que es una pareja infeliz estalle en una noche de verano porque ella perdió el mando de la tele o él dejó unas gotas en la tabla del váter. Me sorprende que las aseguradoras no hayan puesto en marcha ya un seguro de divorcio que podría formar parte de las listas de boda. Y un GPS para vivir con el enemigo sin toparse con él en todo día.

Ya puestos, inventaría un manual de conversaciones inconsistentes que no deriven en pelea. Y unas mamparas de La Tienda en Casa que permitan dividir mueble o espacio haciendo un click.

Veo oportunidades de negocio por doquier a costa de tantos hogares infelices. Esos campos de minas donde uno querría vomitar los huevos, pero no tiene dónde ni tampoco puede pagarlo.