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había metido en Google para buscar -literalmente-“formas de
matar un gato y que parezca un accidente”. Encontró abundante
información al respecto. Al parecer, el gato de su vecino lo mira
atravesado, y la antipatía es mutua. “A veces cojo un balón y
pego con todas mis fuerzas contra el bicho”. Curioso e imaginativo como es él, ha probado a echar sal
y pimienta a las plantas de su jardín, poner cara de “sé a qué
colegio van tus hijos” y hasta la telequinesia. Pero sin éxito
aparente.
tienen gatos. Mis prejuicios me dicen que son ariscos y/o
masoquistas. Vagos (el animal necesita poco mantenimiento) y poco
sociables (dejé de ir a casa de una amiga por el pánico que me daba
su gata). Pero en este viaje por la región del Cognac he
conocido a varios muy simpáticos y que a priori no entrarían en mi
lista de “sospechosos habituales”. Es como si este chateau que
nos acoge fuera un plató de telerrealidad que reuniera a locos y
locas de gatos y enemigos de las mascotas domésticas chungas para una confraternización universal.
coctelería con vodka Grey Goose y de haber comprobado una vez
más que no soy suficiente mujer para el dry Martini, la
velada nos llevó a hablar de animales de compañía, y de nuevo me
vi en el papel triste y nada sexy de señora con hijas, ojeras, hipoteca y
tortuga. Una tortuga es una mascota anodina y lenta. Huele mal,
come vorazmente y no responde a tu llamada. Sobre el papel no tiene ninguna ventaja. Así que las chukis han
empezado un contraataque sin tregua:
pocas. Y C.. se muere por ser mediana.
para cuentos. Y además no tengo con quién, desestimado el espíritu
santo, que como sabéis da en el clavo pero luego los crucifican…
chino, como los del cole. ¡Sería tan guay!
quedado constatado. Piden por si cuela, y a veces lo consiguen porque
te pillan con la guardia baja. Ayer, en un atardecer glorioso entre
viñedos, JM y yo contábamos a B., tercero en discordia, lo que supone
ser padre/madre. Él ronda los 40 y ha decidido no tener
descendencia. “Me parece una decisión muy valiente, le dije. Uno
no suele arrepentirse de tenerlos, pero a veces sí de no haberlos
tenido”. Dicho esto, glosé mi teoría de lo feliz que sería sin
chukis (lo más parecido a las negaciones de san Pedro) y sintiéndome
traidora como Judas añadí que “lo mejor de los hijos es que te
hacen mejor a ti”.
gata huraña. Se refugian en los techados de sus smartphones, sacan
las uñas cuando las quiero acariciar como cuando eran bebés y me
saquean el monedero cada mañana bajo la excusa de que necesitan
“material escolar”. Eso tan indefinido que te sale caro,
carísimo, cuando llega octubre y ya creías haber superado la vuelta
a cole con sus servidumbres.
las visitas, hace ascos a la paella para cuatro -“mamá, ya podrías aprender algún plato nuevo, que este lo tenemos aborrecido”- ocupa el espejo de tu baño porque lo tuyo siempre mola más, te quita el último rouge Dolce Gabbana y jura por su vida que ella no ha sido, lee bazofia disfrazada de literatura y encima tienes que agradecer al cielo que no haga botellón por las esquinas, te responde “no seas periodista en casa” a la pregunta de “¿has hecho los deberes?” y jamás repone el rollo de papel higiénico.