Almendros en flor.Van Gogh.Mi favorito.

Fui al Rijks Museum ansiosa de Rembrandt y me vi envuelta en una turbamulta que disparaba fotos sin recato contra la Ronda de Noche, mientras comentaba en voz alta la pintura que preside el altar mayor de la pinacoteca. Tenía entendido que los españoles éramos los ruidosos de Europa, pero debo confesar que nunca he contemplado Las Meninas como quien asiste a la final de un Mundial. Un museo, me parece,  es lo más parecido a una iglesia. Tiene algo de sagrado, y ese silencio óleo que te sitúa en reverencia frente a los Grandes Maestros. Sólo faltó que alguien sacara la nevera con las cervezas o el puesto de collares y baratijas.

Los diez años de reforma del Rijks lo han convertido en un espacio colosal, digno de la coronación de un rey moderno. Calder y Frans Hals se dan la mano, y la luz entra a raudales para recibirte y se hace sombra entre las espectaculares vidrieras de un vestíbulo catedral queda paso a las salas de culto. Pero julio y cultura no se llevan bien, al parecer, y tuve que buscar a las Chukis entre los turistas para llevarlas por las orejas hasta los Vermeer: de la anciana leyendo a la Lechera, puro misticismo. A nuestro lado un ser humano acercaba su I-phone 5 del demonio a escasos centímetros del cuadro para sacudirle un flashazo ante la absoluta indiferencia del vigilante de sala.

Rijks Museum, Ronda Nocturna al fondo

Antes fue Van Gogh y allí, en su museo,  fuimos felices. La pinacoteca es el mejor ejemplo de racionalidad aplicado a un espacio donde nadie se pierde ni se desorienta (y en esto nosotras tres somos el mejor banco de pruebas imaginable). La emoción de contemplar los paisajes de Arles o Saint-Remi, los girasoles, la habitación del pintor o ese magnético almendro en flor tan japonés con su fondo turquesa  que le dedicó a su sobrino, el hijo de Theo, fue tal que las Chukis me advirtieron varias veces “mamá, no te motives“, mientras se sumergían en las historias de sus audioguías interactivas. Otro hallazgo que lo mismo te explica el cuadro que te envía cartas de Van Gogh o te permite ver los colores originales de un lienzo frotando la pantalla. Qué gran gancho para atraer a los niños a la cultura.

Museo Van Gogh

Me pareció que era mi primera vez, pese a que ya estuve allí hace más de veinte años, cuando mi vida era otra y yo seguramente una desconocida. Pensé cómo he vuelto tantas veces a París, Londres, Roma o Lisboa y nunca he repetido Amsterdam, hasta hoy. Creo que un cuadro siempre te interpela, para bien o para mal, y es un flashback de tu vida. Hace más de 20 años Van Gogh ya estaba allí y yo sólo recuerdo un paseo rápido por su obra, dentro del clásico tour europeo “si hoy es martes, esto es Bélgica”. Con una señora mayor, diría que octogenaria, que me vio cara de ingenua y se me colgó del brazo, y que cuando me escuchaba llamar Ray a mi entonces marido, comentaba: “Qué romántico, yo al mío también lo llamaba “mi rey”. “No, que no le llamo rey, sino Ray, que es un diminutivo”, protestaba yo, joven pero muy mía, y ella fingía no escucharme y se clavaba aún más en mí, como una abuela no solicitada.”Es tu rey, nena, es tu rey…ay, el amor!”.

Vermeer, La Lechera

Ayer les contaba a mis hijas la historia de mi rey y se partían de risa. Luego, tras la borrachera de cultura, salimos a la explanada de los museos y nos tomamos unos sanwiches al sol, puntuando nuestro viaje con un 11 sobre 10. Hasta que ellas decidieron ir a los columpios como cuando eran pequeñas, y yo me senté a vigilar en un banco como entonces, y al rato se les acercaron unos chicos y las vi gesticular, mi adolescente tan tímida y Minichuki tan resuelta. Dos minutos después la enana jugaba al baloncesto con los chicos.

-¿Qué ha pasado, hija?
-Que esos nos miraban todo el rato y creo que querían ligar. Me han preguntado en inglés si jugaba con ellos y les he dicho que no, pero que mi hermana sí…

Minichuki tiraba a canasta y nos miraba con el rabillo del ojo. Los chicos, desalentados por el cambiazo, le pasaban el balón como buenos perdedores. Cuando terminó el partido la enana fue a nuestro encuentro: “Hermana, ya tengo dos amores de verano”. Y así terminó la cosa, el vaso lleno. Y las ganas de volver sin esperar otros veinte años…