En casa se leía en Reader´s Digest. Y esta confesión, me consta, puede hacer tambalearse mi estatus entre esos amigos culturetas que me miran de reojo sospechando que bajo el barniz deslumbrante hay un pobre gotelé color panza de burro.

Debo añadir en mi descargo que no lo comprábamos (mi padre era mucho más de El Papus, Interviú, El Guerrero del Antifaz y Mortadelo y Filemón), sino que nos lo pasaban nuestros vecinos. Una familia alemana de vasta cultura y apellido impronunciable uno de cuyos miembros era habitual en las tertulias de La Clave, ese programa lleno de señores sesudos con barba que fumaban en pipa y mentaban a Pier Paolo Passolini, a Albert Camus o a Marcuse sin despeinarse.

Anoche, en una discusión dolorosa, traicioné mi infancia con esta severación: “Y eso qué, ¿lo has leído en el Reader´s Digest“? Y sí, lo hice con la intención de herir, de arrojar basura sobre lo que interpreté como verdades del barquero. Esas que la célebre revista nacida en 1922 por suscripción servía a destajo en forma de refritos de otras, resumidos y envueltos en papel celofán.

JL Balbín, La Clave (TVE)

El Reader´s te dotaba de un cierto barniz pseudocultural, de la posibilidad de epatar con un tema insólito en una cena de amigos. O, en mi caso y por edad, de hacerme la chulita en clase contando un sucedido a bordo del Titanic. Píldoras de sabiduría global para mentes de saciedad pronta. Imagino que aún no existían esas revistas de autoayuda para intelectos vírgenes que mezclan el yoga con la filosofía, el psiquismo con el tofu y otorgan a los hierbas algo parecido a la solidez cultural con textura bífidus.

Ayer, insisto, tuve que irme a la cama digiriendo cuatro verdades Digest como puños, y hoy he matado el insomnio en la web de la revista (http://www.rd.com/). Y ahí estaba, la perla soñada, la madre de todas las revelaciones: “Cómo escribir (y leer) una carta de amor”: el autor, sabedor de que los amantes son impacientes y dispersos, invita a volver a las misivas clásicas en cinco cómodos puntos, de los que destacaré cuatro (un Reader´s del Reader´s, el resumen del resumen, como manda el aire de los tiempos):

1.Lo primero, siéntate. Las cartas llevan su tiempo. O sea, nada de ventilarse la cosa con tres emoticonos y dos frases desvalidas. “Tres líneas no hacen el trabajo de tres párrafos, dice, pero tres párrafos pueden hacer el de tres páginas”.

2.Deja que el ejemplo preceda al sentimiento. Muéstrele lo que ama en ella (o en él) antes de decir lo mucho que la ama. Y el ejemplo no tiene desperdicio: “Te vi observar a los hombres que jugaban al ajedrez en el parque. Amo el modo como miras las cosas”. Nada que comentar.

3.No te repitas. Lo de Goebbels sirve más para la propaganda política que para la sentimental (esa es mi libre interpretación del consejo, con la venia).

4.Recuerda que es un asunto privado. “Hazle sentir que está redefiniendo tus términos. Una carta de amor es amor en sí mismo”.

Este hallazgo me acaba de conciliar con el pasado. Si el Reader´s Digest ha sobrevivido al vértigo de la era Internet con propuestas como la del amor por carta, mis lagunas de la infancia han sido colmadas. De golpe soy una niña con un pijama de cuadros azules de vichy y mucha fiebre que su madre deja una tarde en casa de los Shoëkel mientras corre a recoger del cole a sus hermanos. Y en un ambiente fuertemente marcusiano, hegeliano, kantiano, encuentra una pila de revistas manoseadas que cuentan historias fantásticas y resumidas con mimo que la hacen soñar y la distraen del termómetro.

Y lo mismo lo que hoy soy, lo que más quiero, tiene que ver con aquel hallazgo y con el Reader´s, la ensoñación de las palabras, la necesidad de urdir historias y contarlas por escrito mejor en tres párrafos que en tres páginas. Como esas cartas de amor que espero a veces, mientras contemplo hombres imaginarios que juegan al ajedrez en un parque que no existe.