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Infancia
En el atardecer de ayer jueves tuve uno
de esos instantes para congelar en la memoria. El patio de mi casa olía a
lavanda, Brontë se había ovillado a mi costado, calentándome
peludo y apacible para disimular los mordiscos de alfiler que me
había propinado minutos antes, y yo bebía pequeños sorbos de gin
tonic con torreznos mientras
devoraba el final de una novela que no había conseguido arrebatarme
y que ya tenía etiquetada como “lectura de playa” por su
ligereza sin sobresaltos. Una novela mousse, para entendernos, en
cuya contra se glosaban con la pompa habitual comentarios de sesudas
voces afinadas en un discreto botafumeiro.
Entonces llegó lo bueno, en las
últimas ¿50 páginas?, y me entregué sin reservas al desenlace de
este thriller de la francesa Delphine de Vigan llamado “Basada en
hechos reales
“ (Anagrama), mientras el sol mostaza se desgranaba
tierno sobre la enorme vasija de barro que antaño contuvo aceite y
ahora es devorada por un manto la hiedra a una velocidad apabullante.
Pensé que el final de la trama era
como esa trepadora, que de pronto te asfixia sin hacer ruido
, con una
economía de medios y una táctica de navajero avezado (corte limpio,
sangre a chorro). Pensé: “Este es uno de los mejores veranos de mi
vida”
. Pensé: “No cambiaría ni una molécula de lo que me rodea en
este instante”. Y que si tuviera un mando para detener el tiempo lo
pulsaría a fondo, hasta con los pies fríos de ese atardecer de
campo que se cuela en los huesos fingiéndose inocente.
En estos días atesoro diamantes, para
cuando no haya. Ando con las antenas tiesas, paseo entre campos de
colza anaranjados y recojo moras negras de zarza que no como sólo
porque me llevan a mi infancia
, cuando con mis hermanos salíamos al
atardecer en busca del botín con el que mi madre haría mermelada
(que tampoco comía, pero en fin): “¡Canicones, mirad qué
canicones!”, gritábamos los cinco si de pronto avistábamos frutos enormes, y era fiesta.
Delphine de Vigan
La otra noche vimos justamente el
documental sobre el gran recolector de azares, llamado Antonio Pérez.
Un objeto encontrado”, se titula. De Antonio he hablado a veces,
de su museo en Cuenca, lo más parecido a un parque de atracciones
donde subo a montañas rusas y nunca me mareo. El hombre tiene un
perfil como el tajo de la ciudad donde se estableció tras volver del
exilio en París, y una voz hacia dentro que a veces no te enteras
muy bien de lo que dice, pero que te imaginas. El documental lo salva
solo él, y a ratos sus amigos. Luis Gordillo, Miquel Barceló o
Andrés Trapiello
, cuya voz y palabra lo hacen flautista en mi
Hamelín, si lo hubiera. La magia de recoger cosas que en sí
mismas, en el lugar perdido, no tienen trascendencia, salvo para
quien mira y mira bien, que se lleva a su casa, limpia y transforma.
Y coloca en un contexto que de pronto enaltece y da sentido o
sinsentido al objeto. Y es bello, procaz, hilarante o lúdico. O
todo al mismo tiempo.

Antonio Pérez

Otra noche, mismo sitio, misma
sensación apacible, le tocó el turno a “El Sol del Membrillo”,
de Víctor Erice, sobre el proceso de creación de Antonio López.
Otro de mis gurús sin él saberlo. El Antonio de la pantalla era aún
un hombre vigoroso, imponente de hechuras craneales y con esa mirada
de águila que se ha agudizado con los años. Hablamos J. y yo de que
hoy sería impensable que esa película se hiciera y se estrenara, y
estuviera meses en los cines como ocurrió entonces, en1992.
Disfruto en este ir yvenir delosdías que no entienden de modas ni quebrantos.Ydebo detenerme ya pues micursor sehapuesto enrebeldía y seniega a separarme las palabras.Quelosdiosesdelviernes o un técnico  piadoso acudan en miauxilio.
PD.La música de Carlos do Carmo es la que escuchaba ayer en la ducha. Ese fadista regio.
PD2.Dedicado a R,que recoge moras para volver a Nunca Jamás.