Cuando me descuido alguien se cuela sigiloso en mi cama.

La cama es el mejor sitio para esperar que pasen las tormentas. Así lo entiende mi adolescente, que considera que ya no tiene edad para meterse bajo el edredón conmigo y suele hacerlo en cuanto me oye despertar de madrugada, rumbo a ese país de nunca jamás llamado Nespresso. Entonces suena un frufrú de sábanas y creo recordar que ningún hombre pasó por ahí en las últimas 24 horas, y me asomo y está ella, hecha un ovillo. “Tu colchón y tus sábanas huelen a ti”.

El sistema de camas calientes es contemporáneo y eterno. Consiste que uno se levanta con las legañas del amanecer y otro se mete con la resaca de la desesperación. Sin ventilación mediante, las pesadillas del primero, aún impregnadas en el calor del colchón, se mezclan con el desaliento del okupa recién llegado. A veces los dos son inmigrantes. A veces, una madre con su hija.

No recuerdo bien qué escritor, creo que Juan Carlos Onetti,  decidió pasar el largo tramo final de su vida metido en la cama. Allí recibía a las visitas, garabateaba sus personajes y se guarecía de los embates despiadados del mundo exterior. Todos estuvimos alguna vez “en la cama con Madonna” y un tal Eneas Marrull, de quien sé que es peruano y poco más, ha escrito un sugerente libro titulado “El diablo en mi cama”.

La cama es el espejo del alma. Dime con quién te acuestas y te diré quién eres. Mejor no cojo carrerilla porque podría terminar con el patético “Lorenzo Lamas, el rey de las camas”. Creo que deberíamos superar la fantasía del trío sexual y meter en  la cama a varios a la vez sólo para hablar, o tal vez abrazarse. Ahí fuera están pasando muchas cosas y el temporal nos ha sorprendido sin calor y sin cobijo.

Yoko y Lennon lo entendieron una vez. Mi adolescente aún no lo sabe, pero cada vez que se mete en mi cama está buscando un trozo de su infancia fugitiva.