Hay libros que no permiten la cohabitación con otros y que te dejan un barro sucio e inquietante al cerrar la contracubierta. La necesidad de enjuagarte con un líquido salvífico capaz de limpiar el estómago al que has sometido a una profusión de jugos asesinos que ríete del tequila reposado y con bicho muerto.

Anoche rematé Goat Mountain encogida bajo el edredón y me di cuenta de que no le había puesto los cuernos con ninguna otra lectura simultánea, como acostumbro, exceptuando el poema que trago como una medicina antes de apagar la luz (Ahora de “Little Memories”, del artista Luis Gordillo. Una delicadeza editada por  Los Sentidos Ediciones. “La construí, me construyó; ambos estamos en paz pero no nos queremos”) . Así que hoy debo tomar una decisión crucial. ¿Qué libro arranco? A quién le entrego los últimos minutos del día. Qué me pide el cuerpo después de esas cornadas salvajes y llenas de despojos humanos y animales con olor a cadáver pútrido y expuesto en el gancho del cazador durante varias jornadas agónicas.

Naturalmente, siempre podría aliviarme con “Harriet”, de Elisabeth Jenkins (Alba). Una novela de 1934 que arranca como si tal cosa: “A las cinco y media de la tarde un día de enero de 1975, reinaba en la sala de estar de la señora Ogilvy un ambiente muy acogedor”. Así, de entrada, no me excita demasiado, seamos sinceros. Ya huelo las cortinas de cretona y la entrada ténue de los rayos de sol por las ventanas de un salón burgués, confortable y con olor a madera vieja. El salón de una solterona. Y esa larga descripción de arranque me provoca cierta pereza. No, no es la hora de Harriet, ya lo siento, nena. Pero uno no sale indemne de las tenazas de David Vann y el cuerpo me pide guerra, no el té de las cinco con pastas de mantequilla.

Cada libro prepara el paso al siguiente. (Y esto me hace recordar la vez que le pregunté a una conocida socialite, amante del amor, si cada hombre preparaba el camino al siguiente y tras poner cierta cara de asombro reconoció que sí). Los lectores caóticos que nos hemos ido formando por ósmosis tardamos en darnos cuenta de que el azar oculta una estructura nada azarosa. Una serie tejida como el juego de las palabras encadenadas, que confiere sentido y salpica a cada libro de la contaminación que dejó el anterior. De manera que dos lectores que arrancan el mismo título en realidad no corren la misma carrera ni paladean la misma historia. Harriet para cualquier otro, pongamos, podría ser el descanso y la calma costumbrista que, sin embargo encierra una historia “de seducción y engaño”. Para mí es una mariconada, con perdón, que me reservo para la paz del mar en Semana Santa. Pero antes debo pecar.

Mi segunda opción es “Salinger” (Seix Barral), de David Shields y Shane Salerno. Vale que lo tengo un poco aborrecido porque este año ha sido su año. El hombre misterioso e insociable. El impulsor indirecto del asesinato de John Lennon. El soldado roto de la Segunda Guerra Mundial. El libro promete desvelarnos por fin su enigma a través de decenas de voces que lo conocieron. Y sí, es excitante pero, ¿Salinger sin enigma seguirá siendo Salinger? 

Salinger




Abro el libro dos veces al azar, y me encuentro lo que sigue:

“Tengo veinticinco años, nací en Nueva York y ahora estoy en Alemania con el Ejército. Antes estaba bastante encaprichado de la gran ciudad, pero desde que entré en el ejército me empieza a fallar la memoria. He olvidado bares, calles, autobuses y caras”. (Nota autobiográfica publicada en la revista Story en 1944)

“Cavo mis trincheras a una profundidad de cobarde total. Estoy muerto de miedo todo el tiempo y no recuerdo haber sido nunca otra cosa que un soldado”. (Fragmento de carta a Frances Glassmoyer, 9 de agosto de 1944)

Prometedor, pero ya sé que este libro está condenado a una lectura a trompicones. Un amor compartido con otros. Será una cálida follamistad literaria, estoy segura. Porque para soldados me aguarda Jaroslav Hasêk y “Las aventuras del buen soldado Svejk” (Galaxia Gutemberg). 800 páginas de peripecia antibelicista regalo amoroso de  D., que me provoca de cuando en cuando con sus avances del mismo libro, a ver si me pico y me arranco.

Hay otros, demasiados,  en mi pista de despegue, debajo de la mesa, descolocados en mi librería Taj Mahal. Debajo de la cama. Esperando pacientes ese instante de reconocimiento fugaz, el flechazo y la sensación de que es él, y nadie más que él. Te pasa con un libro. Te pasa, pocas veces, con un hombre o una mujer. Y es una bendición. Una provocación. Un desvarío.