Mi querida Big-Bang:

Woody Allen necesita urgentemente echarse a la calle y escuchar conversaciones de pareja como la siguiente, sucedida el viernes en mi presencia: Ella a él: “Si te caigo tan mal, ¿por qué estás conmigo?” Y él : “Porque… te quiero” Y ella: ¿Y, por qué me quieres? Él a ella: “Ni idea”. Ella a él: “No hay más preguntas”. Las parejas de real life suelen hacerse este tipo de declaraciones de amor justo antes de subirse a un taxi que las conducirá al abrigo de su salón comedor con muebles de IKEA. Las de Woody Allen suelen ser más retorcidas, más irónicas, más ácidas si toca rematar una performance para el espectador. Y sus muebles son de diseño, aunque no siempre lo parezcan.

Pues bien, Woody, lo nuestro se acabó. Finito. Mi abuela diría con buen criterio que a todo cerdo le llega su San Martín. La romántica que soy no podía resistirse a un título como “Conocerás al hombre de tus sueños”, y allá que me fui, no sin antes discutir con mi madre sobre la presunta inconveniencia del hombre de los míos. “Hija, a tu edad y con tus circunstancias, tú lo que necesitas es un hombre maduro, divorciado y con hijos, para construir un proyecto…”. Y yo: “¿El proyecto “Los Serrano”, quieres decir? ¿Un reformatorio doméstico con adolescentes, una ex mujer revenida, tres monstruitos porculeros a los que no podré maltratar a mis anchas y, probablemente, un perro o una tortuga maloliente? Ni lo sueñes”.

Rabiosa, me compré cuatro regalices rojos extralarge, y con el chute de glucosa low quality en vena procedí a entregarme a las fauces del director del clarinete. Dispuesta a perdonarle incluso la presencia de Antonio Banderas, ese hombre tan simpático como mal actor. A los 30 minutos de película ya había cambiado 18 veces de postura, cruzado piernas a babor y estribor y devorado los regalices con ansia perruna. No, la peli no me estaba gustando ni un poquito. Venga tópicos de pareja, algún chiste ingeniosillo y la sensación de que el hombre está ya más al jazz y a la china que lo escolta que a las historias virgueras. “Se ha hecho un rapidillo, el jodío”, le dije a J., con ese tono sobrado de experta cinematográfica que le pone de los nervios, porque él prefiere la cosa de la reflexión y sus conjuntos. “Si, podría decirse así”, contestó lacónico y amuermado, el hombre.

Entre unas cosas y otras he dormido fatal, en una pesadilla permanente sobre las parejas y las unidades familiares chungas. Y he amanecido con una determinación firme: escribiré a Woody para ponerle al día de cómo funciona el amor en real life. O el desamor, que es más mi especialidad. Admito sugerencias, y algún remedio infalible para superar que mi idolatrado Anthony Hopkins se haya convertido en cómplice de esa mamarrachada que huele a decadencia de genio pelirrojo con buen gusto para las bandas sonoras y la lencería fina. Lo que mi abuela describiría como un viejo verde.