He sido madre y ama de casa todo el fin de semana, la eternidad. He tenido alojadas, además de mis chukis sospechosas habituales, a dos de mis sobrinas, de cuatro y seis años, y a mi madre mediopensionista que aprovechó el río revuelto para sacar la caña como quien no quería la cosa.

Seis mujeres, una casa y grandes preguntas que resolver:

1.¿Qué se come hoy? (día 1: cocido completo. Día 2: macarrones boloñesa). ¿Y las cenas? ¿Por qué los niños tienen esa costumbre extraña de merendar? ¿Tendré bastante con llenar un carro de la compra o deberían ser dos?
2.¿A dónde vamos hoy? Los niños exigen planes y te preguntan por ellos cada diez minutos, como la tortura de la gota sobre tu cabeza o la luz que se enciende y se apaga en medio de la noche.
3.¿Se hará R. pis en la cama? (¿dónde guardé las fundas de plástico de Minichuki?)
4.¿Podré escapar a correr media hora sin que ninguna de las niñas se abra la cabeza con el pico de la mesa?
5.Tía, ¿a que nos vamos a morir? (Yo: claro, cariño). Pues yo no me quiero morir. (Yo tampoco, pero si hay que ir, se va…).

De repente, el precario equilibrio de una casa de tres se tambalea. Surgen celos, rencillas soterradas. La tortuga, ese ser aburrido al que nadie hacía ya caso, se convierte en objeto de deseo. Minichuki mete una trola con coartada y su prima, cómplice involuntaria, se sonroja y mira fijamete el plato mientras tú castigas a la otra con un escarmiento ejemplar: “Esta tarde iremos todos a la piscina menos tú”. Y tu adolescente, con paciencia de santa, se parapeta en su mesa de estudio y apenas sale al lío si no es para dar por saco y recordarte que los gineceos nunca fueron lugares de paz. 

Y sin embargo anoche, agotada después de haber despedido a las unas, supervisado los deberes de la enana trolera y tomado la lección a la mayor (sí, lo confieso, no soy madre de sentarme con los deberes. Más bien los sobrevuelo a vista de pájaro), sentí que había pasado cum laude la prueba de la esposa y madre ejemplar. Algo que va contra mi naturaleza egoísta y más tendente a la diletancia creativa y hedonista, diríamos, que a la entrega al grupo. Y me invadió una sensación de utilidad tan  grata que me llevó de cabeza a premiarme reservando hotel para dos días de escapismo necesario con mucho bosque por delante, deporte, silencio y entradas para un concierto de fados en un teatrillo de la sierra que adoro pese a sus butacas duras, despiadadas.

Retomo la mayor, desde otro flanco: ser esposa y madre entregada es un incordio alienante. Alguien, creo que el malévolo Corte Inglés, quiso revestirlo de poesía cutre y se inventó el claim “Dar mucho, pedir poco”, condenándonos para siempre a ser generosas, entregadas y a olvidarnos de nosotras. El resultado es un ejército de mujeres frustradas, salvajemente mutiladas. Las ves en el patio del colegio, con los bocadillos en la mano mientras tejen conversaciones banales con sus congéneres antes de salir corriendo a “hacer los deberes” (al parecer es una tarea de madres) y preparar la cena para, bostezando, hacer un esfuerzo titánico frente al televisor y tambalearse camino de la cama sabedoras de que mañana será un día más, parecido al anterior. Y ellas, mujeres un poco más cansadas.

Y de sus maridos diré que así, con perspectiva lejana,  parecen el contrapunto, el hombro donde algunas ¿descansan? o, por lo que me cuentan, un trabajo más. Y si peco de cinismo que caigan sobre mí rayos y truenos. Las mujeres cansadas, me temo, necesitamos un bastión que nos sostenga a ratos. “Tú no necesitas un novio, sino una buena esposa”, sentenció mi amiga O. un día, y aún ando buscándola sin saberlo.

Anoche, tirada en el sofá, pensé en esa esposa con cierto deleite. Cómo me hubiera gustado que me preguntase por qué al cansancio sigue un vacío atronador. Hubiera querido un hombro o unas rodillas donde apoyar mis pies. Y entendí que muchas mujeres no se plantean lo que necesitan porque están demasiado ocupadas dando a sus parejas, a sus hijos, a sus jefes, a su madre…

Y las egoístas, las que hemos decidido tirar solas de la vida, de pronto sentimos el suelo abierto  y la necesidad de un apoyo más que de un amante.  Alguien que nos consuele de la tiranía del cocido completo. Que nos brinde su paz y su palabra. Y si no, mejor seguimos solas.

Así que busco esposa para empapar el desaliento. Ofrezco lealtad y largos ratos de silencio. No tengo grandes vicios, salvo el gin tonic ocasional. Duermo poco. Me sobresaltan los gerundios y las subordinadas deconstruidas. Cocino paella para cuatro y quemo las lentejas. No miento, por falta de talento, que no de vocación. Y suelo desplomarme tras un fin de semana donde, ahora me doy cuenta, me he reído tanto como he gritado. He besado a cuatro niñas en lugar de dos. He tenido conversaciones surrealistas sobre la muerte. He limpiado el culete a un ser pequeño que me reclamaba a gritos desde el cuarto de baño…

Y encima tengo la nevera llena de restos de comida elaborada según los estándares de la perfecta ama de casa. Esa que nunca fui y, me temo, nunca seré.