(Cada ciudad es lo que nos pasó en ella. Lo que sentimos ardiendo en la garganta. Lo que nos desbordamos. Lo que queda cuando la memoria se relaja  y el detalle se pierde tan furioso por las aguas inquietas del Danubio que bien podría ser el Tíber…).

Lo primero que pienso esta semana: Me impresiona la desaparición y muerte de Blanca Fernández Ochoa. Una de esas personas cuya expresión facial es de un optimismo congelado, como máscara de clown de cuando niños, y que podrían llevar dentro una tormenta.
Somos demasiados en uno, se me ocurre, y el uno al que damos más permiso para salir no siempre es el que más aire necesita. Los frágiles tienden a no permitírselo y se ponen los tacones de fiesta y salen a bailar, pero dejan a su Cenicienta interior en casa llorando por las esquinas. Y luego hay un día en que se desaparecen sin que nadie recoja su zapato perdido.
Leo de madrugada una columna simplona de revista que recuerda que vivimos entre el exhibicionismo y el voyeurismo. Yo diría que cada vez más vivimos para contarlo, pero lo más íntimo, lo que duele, a menudo se queda sin palabras.
Ayer mi hermana me recordó que no había escrito sobre nuestro viaje de agosto a Budapest, tal y como le dije que haría. “Es cierto -respondí- igual más adelante…” (vagamente). Lo que no contamos es, repito, la pista sobre la que vuelve el sagaz detective. Aquello que dejamos en el fondo del contenedor, que no huela ni manche las aceras. El quid de la cuestión.

Puente de la Libertad. Budapest

Podría arrancar, querida M. diciendo que Budapest es una ciudad bipolar que derrama sus lágrimas sobre las aguas negras del Danubio. Que es de una majestad sin pompa, contenida y sin grandeur evidente; que está cosida por puentes y uno de ellos, de hierro, se me antoja de los más bellos que he pisado nunca. ( Y no es precisamente el de las Cadenas que la ha hecho de postal). Que ahogó su pasado en el telón de acero a golpe de cimbreo capitalista y se hizo más moderna que nadie pero rascas y aún queda ese vis concentrado y un punto taciturno de sus habitantes. Que huele mucho a pizza pero devora gulash a dos carrillos… Que finge ser de pueblo en una Buda atestada de turistas que es un parque temático si nadie lo remedia. Que siempre perdió todo, guerras y revoluciones, como nos contó un guía español resabiado, y eso ha alumbrado un resentimiento difícil de curar y una febril resiliencia si lo sabes mirar. Que ha hecho del balneario su templo para el cuerpo -del alma ya se ocupa cada uno- y ofrece en canal sus parques bien cuidados, sus barcos agostados en la orilla, sus ruin bars shaby chic y su paprika con todo y para todo.
Pero la realidad es que Budapest será por el momento el sitio donde la ira contra la adolescencia me arrebató la fe por un instante. Donde mi teórica preparación como madre contemporánea y dotada de armas para apaciguar vaivenes hormonales ajenos se hizo de humo y nos intoxicó. Donde mi hermana mayor ofició de bálsamo, como siempre, e impidió que mi rabia bloqueara del todo al asombro de esa dama del Este a la que quiero volver urgentemente.
(Me declaro sin fuelle y sin relato para salir a abatir molinos de viento tan gigantes. Y sé que con esta piedra ya he tropezado antes, señor juez).

Ruin Bar. Budapest

Fue en Roma, hace casi una década. Viaje de chicas, también. Mi mayor hoy entonces preadolescente y todo el recital de su insolencia golpeó  el Coliseum, nubló su Circo Massimo, me hizo tropezar varias veces en mi amado Trastevere de prisas y adoquines. “Esa no era yo”, me diría después, pidiéndome volver a una ciudad a la que siempre vuelvo y miré con dolor algunas veces recordando ese viaje y esa ira. De nuevo mi desempeño precario para encajar sus golpes. Sabes que es sarampión y lo tratas como enfermedad incurable, niña boba (esa soy yo).
Mi fuerza, señoría, es conocer mejor el mapa de mis grietas. Que no siempre aprendo a la primera; que los goznes de mi puerta hacen ruido quejosos. Que no somos perfectas, como sugieren las fotos de familia, ni falta que nos hace. Que aún lloro Budapest y destilo la parte que no fui capaz de digerir porque sólo veía su voraz egoísmo, como una venda tensa delante de los ojos, como un bazooka apuntando al corazón. Al suyo y al mío..
Hoy siento que mañana Budapest será Roma y escucharé de nuevo “esa no era yo, mamá”. Y puede que tampoco fuera yo, me pudieron las tripas y el fatal desconsuelo. Los caminos de la fragilidad son infinitos. Y nos hacen más fuertes, sin embargo.