Ayer, mientras la endodoncista trajinaba en las simas más oscuras y violentas de mi pieza 37, sonaba Somewhere over the rainbow. Una de las canciones de mi A-list. Una de esas que me pongo para levantar el ánimo propio y el de mis Chukis.

A partir de ahora, Somewhere over the Rainbow equivale a torno, doble chute de anestesia y dolor. Quiero el libro de reclamaciones.

Era canaria. La artífice de mi desgracia era una canaria de mi edad, enfundada en total look clínico naranja (el pantone sanitario se ha expandido desde que en Anatomía de Grey los y las macizas van a tono con sus pupilas y looks multicolor) y con los zuecos color panza de burro. Aunque soy indulgente porque no suelo limpiar demasiado mis zapatos, a ella no se lo perdoné. Podría haberlo hecho si hubiera elegido otra banda sonora, o si no me hubiera sometido a una postura  propia de la NASA -la cabeza en un plano inferior al de mis pies, para manipular a gusto-.

Vamos a poner música para relajarnos. Dijo. Y yo pensé “¿para relajarse quién?” Porque ella más bien debía concentrarse y yo estaba demasiado nerviosa como para dejarme hacer. La zona cero acordonada por un plástico tirante, la saliva atragantándome y las manos frías, heladas.

Hay una música para cada momento de la vida. Eso que los cursis llaman “nuestra banda sonora“. La del amor, la que sonaba en el coche de la autoescuela camino del examen aquel día, la del día de tu boda, la de correr cuando desfalleces, la de carretera y manta y la de al volante y a lo loco.

A partir de ahora ya tengo localizada la del drama. Gracias a esa mujer que ni siquiera se molestó en averiguar cuál de las muchas versiones es mi favorita. Y que después de entregarle la larga lista de los medicamentos que pueden matarme, me tendió un papelito de instrucciones postendodoncia que decía: “Ibuprofeno cada ocho horas“.

Con uno solo me habría asfixiado. Lo mismo es eso lo que entiende por hacerse un “over the rainbow”.