Me llamo V.G. Soy de sueño frágil, imaginación fecunda y tensión baja (6,5-10 el otro día). Me gusta desayunar dos veces, salado y a deshoras; Creo que el tinto de verano es una mariconada y ayer decidí pasarme al bourbon para sentirme maldita. A veces finjo que me engañan para cerrar una conversación que me aburre y/o languidece. Pero nunca un orgasmo. Ya lo he dicho.

Colecciono perfumes sin entregarme del todo a ninguno, pero no conozco a nadie más fiel en el amor. No beso con sabor a tabaco, si puedo evitarlo, me marean los números y jamás rellené un sudoku. Tengo querencia a los amigos gays y a las amigas de siempre,  y para beber prefiero a la familia. Convivo con dos niñas, ya mujeres, y una tortuga hiperdimensionada que se cree que es un perro y te saluda levantando las patitas. Una vez me casé, in ille tempore. Me gusta madrugar pero no soy una buena compañía a partir de las diez. Odio el té y nunca me he drogado. De cada gadget tecnológico aprovecho un 10 por 100. Nunca leo manuales de instrucciones ni libros de autoayuda (autosuicidio). Bailo como si me dieran calambres, me río a carcajadas nada finas y un día estuve a punto de coger un avión y no volver.

Soy poco detallista, cocino cuatro platos, a lo sumo. Y me gustan las fiestas de pueblo.

A este paso, me moriré sin haber leído “En busca del tiempo perdido”, ya lo siento. Tuve mi etapa Highsmith, mi etapa Benedetti, mi etapa “20 poemas de amor y una canción desesperada” (como todos). Mi etapa Lillian Hellman. Mi etapa David Vann, mi etapa James Salter, mi etapa Thomas Bernhard, mi etapa Virginia Woolf o Murakami, pero nunca una etapa Houllebecq consolidada. Mi próximo libro quiero que sea de Tom Spandahuer. No suelo releer, salvo “Drácula” y “Jane Eyre”. Tampoco colecciono por falta de obsesiones y de aliento.

Duermo boca abajo un rato, después de lado con una almohada entre las pieras y amanezco crucificada y boca arriba, las manos agarrando el cabecero, como una mártir yaciente tras algún tipo de tortura. No ronco, no me huelen los pies. Y digo palabrotas cuando quiero.

No soporto que me toquen la cabeza, como al hermano subnormal (con perdón) de “Algo pasa con Mary” le desquiciaba que le tocaran las orejas. Me gusta el cine absurdo, el cine en iraní, o en japonés, pero no las películas de persecuciones con pistolas. Steve Martin y Jim Carrey me resultan odiosos. No entiendo por qué los actores españoles llevan sombrerito o gorra en los aviones. No aguanto más de tres canciones seguidas de Sinatra, pero camino al trabajo me pongo ABBA o Van Morrison a tope y devoro esquinas y manzanas, volandera.

Detesto la lechuga, no hago dieta. Soy tocona selectiva y nunca tengo suficientes jeans en el armario. Mi talla 38 suspira por ser 40, y una vez tuve un novio mucho más joven que yo. Adoro a Bach, a falta de otro dios en quien creer, a veces me aíslo en un hotel y me emborracho de mí misma en silencio. Y perpetro dos o tres crímenes sin sangre, y vuelvo a casa cual marido arrepentido. Y a otra cosa.

Nunca fui la mejor en nada, tengo alergias diagnosticadas a unos 18 medicamentos, entre ellos la aspirina o el ibuprofeno, y soy asquerosamente puntual porque de niña mi madre nos despertaba con la aspiradora los domingos a las ocho.

Me gusta mi trabajo, adoro a mis compañeros, y siento que estoy en un parque de atracciones donde nadie me obliga a subirme en la noria. Vomito fácilmente, nací desorientada.

Cumplí 48 años, asumidos. Y me siento muy libre porque no necesito nada más que un rincón donde escribir y un vaso con café, el más negro de los de Clooney. A veces me entristezco y entro en brote de silencio. Y mojo magdalenas y me sorbo las lágrimas. Detesto pisar migas y a los niños capullos y crueles. Peso 58 kilos, mido 1,65. Nunca seré una it-girl, ni siquiera una it-woman.

Soy bastante feliz, diría que  feliz a riesgo de ser lapidada porque no es nada sexy, ya me consta. Un escritor vale más atormentado, o melancólico, o demente. O todo junto.

Odio el adjetivo “emblemático”, la expresión “poner en valor” y los leísmos y laísmos. Dosifico el gerundio, es peligroso. Y subjuntivo lo justo.

A veces me rompen el corazón, pero he roto algunos más, así que no me quejo.

P.D. Pido disculpas por este egopost. Se supone que alguien va a entrevistarme en calidad de autora y estar al otro lado me inquieta por extraño. Valga este ejercicio autodescriptivo como ensayo general.