Soy un ejemplar irrefutable de experta en nada.

Los expertos en nada solemos hablar de esto y aquello con escasa afectación. Si me paro a pensar cuál es mi tema, ese que podría defender en un programa concurso del tipo “Saber y Ganar” o “El tiempo es oro”, concluyo que tal vez sería “excusas que nos ponemos a nosotros mismos” o “lugares estratégicos para poner trampas a cucarachas”. O, a mucho tirar, “análisis de parejas que fingen ser felices”.

No ser experta en nada me da una perspectiva difuminada de las cosas. Puedo escuchar a los que saben y formular preguntas más o menos orientadas, lo que me convierte en una hábil impostora. En una tertuliana de emisora con recursos todo a cien y escasa convicción. Y a modo de excusa suelo decir que menosprecio la erudición, y me quedo tan ancha.

Acumular conocimientos al peso es como coleccionar ceniceros. Un engorro. Salvo que lo que uno sabe le sirva para tejer una estructura desde donde situar el devenir y explicarse. Cuando el erudito calla pero teje me gusta y lo proclamo, cuando declina el rosa-rosae de sus conocimientos vomito en su cara.

Todo, porque nunca supe mucho de nada. Y así me va.

Brillante anatomía del duelo

Últimamente le doy a los libros veinte páginas para atrapar mi interés. Me parece una medida razonable. Ayer comencé “La Mujer Veloz”, el ultimo de Inma Monsó, a la que amé hace unos años por una obra quirúrgica sobre el duelo (“Un hombre de palabra”, se titulaba), y lo solté en la vigésimo primera. Diría sin temor a equivocarme que soy experta en detectar mala literatura, truquillos de autor en ciernes. Desniveles en la estructura, cacofonías del pensamiento y débiles personajes no por ellos mismos, pobres, sino por falta de pericia de quien los creó. Además, el tufillo a cursilería me sobresalta (me lo haré mirar, lo mismo la cursi soy yo) y suelo sentir mareo cuando las historias se escoran a estribor, en una deriva de letras que no salvan del naufragio y te hacen pensar que la vida es demasiado corta para excursiones sin ton ni son a menos que haya un gran paisaje o una sorpresa al final del camino.

Mi noche de San Juan

Si me lo propongo, diría que soy también gran catadora de natas. Las natas de calidad escasean como las buenas croquetas en los bares. O las patatas bravas. Ayer, mi familia y yo inauguramos el verano con todos nuestros clichés domingueros: piscina, niños, helados,  macarrones cuarteleros, limpieza de coche y aperitivo en El Frontis. Un bar de pueblo que en realidad no se llama así y que regentan dos hermanos feísimos. Uno de ellos solía echar los tejos a mi hermana, o eso nos hemos inventado a fuerza de inaugurar veranos con patatas bravas y enormes jarras de cerveza helada. La buena patata brava no abunda, insisto. Y asimetrías craneales como la del Frontis, tampoco. El hombre tiene una sonrisa ladeada y tierna con la que nos recibe, teñida de cierta desconfianza porque mis hermanos y yo somos muy de descojonarnos (con perdón) a la mínima, y siempre que llega Frontis recordamos lo que nunca sucedió. Que se postró de rodillas ante mi hermana y le pidió en matrimonio. “¡Con la de bravas que hubiéramos comido por la patilla, chicos!”, dice uno. Y los demás le hacemos los coros. Así año tras año. Como un ritual de verano que el día que termine nos dejará huérfanos.

La inexperta en todo que me habita, diré, es experta en junios. En saludar la noche de San Juan quemando una hoguera imaginaria y rodeada de los suyos. En beberme los días largos y las noches de insomnio como si no hubiera un mañana. Como si la vida se renovara cada año por estas fechas, entre cervezas con limón y las risas con esos hermanos que adoro y que me han caído en suerte.

Pensándolo bien, puede que sea experta en exprimir sensaciones. Y esto es tan cursi que ahora mismo cierro mi libro y me voy con la música a otra parte. ¡Tengan ustedes un glorioso mes junio!