El día de la Marmota

La rutina, tan relajante, ha vuelto por sus fueros.

No hay nada tan agotador como inventar los días. Las vacaciones tienen esa carga paradójica que dispara las mentes hacia la aventura y los cuerpos hacia la pereza, en una lucha antitética donde uno acaba extenuado por decreto. Pero en cambio llega la dictadura del despertador, el reparto de chukis en el cole, la bronca porque se dejan la ropa por el suelo y la mesa con su ordenador en on y uno se siente extrañamente relajado.

Es la dictadura del tiempo. Una hora para el desayuno rápido, otra para el periódico y apenas unos minutos para mirarse al espejo y comprobar que los gestos somnolientos siguen ahí. Mi chuki grande, muy desafecta a los cambios, solía pedir el aperitivo a la una y cuarto los domingos. Ni antes, ni después. A mí me preocupaba seriamente tanto corsé mental, de manera  que estiraba los minutos para sorprenderla y obligarla a adaptarse, pero ni por esas. Al fin entendí que la exactitud le daba alas como la improvisación me las da a mí.

La anarquía de las vacaciones se paga muy cara, y ahí está minichuki peleándose por las sábanas mientras pienso si la indulto y, por un día, le perdono su clase de inglés con legañas, o me pongo a cantarle el himno de la Legión, como hacía mi padre, y que se adapte a lo bestia a los cambios. Se acabaron los villancicos (sayonara, baby), vuelven las letras de Openbank con sus tipos de interés al día, el portero con su risa falsa, el violinista de la calle y las prisas de un año que se aventura cruel y catastrófico según todas las voces.

Y, como el shock se me antoja amargo como la cicuta, hoy estaré de vacaciones para descansar de las vacaciones. Sin tiempo que ganar ni que perder, en un estado demiúrgico del que ruego no me rescaten jamás. Bienvenidos a mi particular Día de la Marmota. ¡Bill Murray, mon amour, aquí te espero!