De noche escucho en la cama la BBC. Es una de mis solitarias costumbres cotidianas a la que me enganché el pasado verano a mi paso por la cosy Cork como alumna de inglés (hoy categoría advanced, según jura mi teacher. Esa tierra media tan amplia que precisa de una tuneladora para ser atravesada de punta a punta).

La BBC me fascina porque cuenta historias de todo el mundo y se detiene en Asia y en el continente africano con parada y fonda. Asia, y especialmente África son para los medios españoles anécdotas que sólo se hacen carne en las grandes catástrofes o en la vecina Marruecos y suele ser para un rapidillo, el equivalente a lo que era bajar a hacer un pis en los viajes de autobús con mis amigas de la universidad. Cuando la vida era infinita en su horizonte y el dinero para conocer mundo escaso.
Además, la BBC juega los fines de semana al entretenimiento de cierta altura intelectual. Y a las que perseguimos los juegos de palabras como mi Bronte persigue musarañas alcarreñas con gesto de enteradillo en el morro nos excita y nos reta en nuestra ignorancia.
Debo confesar que mi momento nocturno favorito es esa frontera entre la vigilia y el sueño en la que las voces de Shakespeare empiezan a resbalar sin aparente sentido por mis oídos y en un último y desmayado instante de conciencia tanteo mi teléfono para desconectarme de Bretxitlandia. Luego sueño rarezas que pocas veces recuerdo -la de hoy sí, pero es tan incorrecta y raruna que me sonrojaría para la eternidad- y me despierto con una papilla mental que sólo dreno con la escritura.

Broadchurch, de Netflix

Anoche terminé de ver en pura hipnosis una serie británica en Netflix por recomendación de Marina: Se llama “Broadchurch” y es un brillante thriller rural con majestuosos acantilados, una playa fría y un pueblecito encantador lleno de personajes atormentados. El asesinato de un niño de once años lleva a un atractivo policía enfermo y taciturno a enfangarse con la fauna local en compañía de una detective del pueblo con sobradas ambiciones y un moldeado capilar pasado de moda que de lejos me recordó a la prodigiosa policía de “Fargo”. Antes me había chutado las “Crónicas Frankenstein”, tenebrosa y barroca, convencida de que moriré sin  tiempo de catar tantas buenas historias. Y de que el inglés es mi lengua secreta, endemoniada y cruel en sus contracciones hacia una simplicidad misteriosa y no apta para mentes retorcidas por Cervantes y los suyos.
En perfecto español se explicaba ayer una maestra, Mar Romera, hablando de su libro “La escuela que quiero” (Planeta de libros) creo que en RNE. La entrevista a priori no me hubiera interesado en demasía, pero en cuanto esa mujer empezó a hablar supe que debía atrapar cada palabra. Los maestros son quienes más influencia tienen en la humanidad y por eso deberían estar mucho mejor formados (perogrullada que no cala). Leer (ejem). Ser cultos (amén). Los niños y niñas de la educación obligatoria no deberían tener deberes. Si los tienen es porque sus profesores han fracasado en su intento de enseñar la lección en clase (no lo dijo así, escribo de memoria). Y, lo mejor de todo, cuando la locutora le preguntó por el éxito de la educación en los países nórdicos, ella dijo algo así como que es cierto que allí se educa en el respeto, pero que habría que hablar también de la educación africana como modelo de éxito, algo que nadie hace. Y que allí educa la tribu, el colectivo social, además de los progenitores y maestros, y no se considera que es el colegio el que nos tiene que devolver a los niños formados.

Mercedes Milá, Marieta Jiménez y Virginia Galvín en +Bernat

Confieso que hubiera aplaudido de no ir conduciendo. Y que escuché África y pensé en la BBC. Y en un looping mental me vi en Senegal, hará unos doce años, con Mercedes Milá haciendo un reportaje coral en San Luis que a ninguna de las dos se nos ha olvidado, tal y como la periodista relató hace pocos días en una cena que compartimos con Xavier Sardá, Marieta Jiménez, Carlos Parry y más gente en su librería barcelonesa +Bernat.

Las dos visitábamos una maternidad española erigida por la ONG Plan Internacional y conocimos a una mujer que acababa de parir. Su bebé, precioso, yacía abrazado a su costado. Nos lo dejaron coger en brazos y reconocí ese olor salvaje de la carne humana recién salida de las entrañas de una madre, el mismo olor primero de mis hijas. Cuando apenas una hora más tarde finalizamos el recorrido, nos sorprendió ver a la mujer saliendo del centro con su hatillo humilde y sin bebé. El niño había muerto.
Creo que pocas imágenes se quedan a vivir para siempre y esa fue y será una de ellas. La BBC lo hubiera convertido en un reportaje largo de Week End. Mercedes y yo hicimos lo que pudimos en nuestros respectivos medios (ella en TV, yo mucho más humildemente en la revista donde militaba por entonces). En África los dramas son distintos. Aquí hacemos un drama de una ruptura o de que se nos rompa una puerta en una casa de pueblo y haya que buscar a alguien con urgencia -este último podría ser mi caso-. La relatividad debería ser una asignatura en los colegios y universidades, no sólo una teoría de un sabio llamado Einstein.

Casa con BBC y perro de fondo

Termino ya con una cita leída en la revista Ethic que me divierte: ”Trump es un psicópata. No es un insulto, es una apreciación técnica”. Lo dice Jeffrey Sachs, economista top que asesora al secretario general de la ONU. Un luchador de los ODS -Objetivos de Desarrollo Sostenible, esa biblia que aún congrega a pocos feligreses y con la que nos veremos las caras en 2030 y en la que creo a pies juntillas gracias a mi trabajo para la FAO-.

Lo que me lleva, para terminar, a otra imagen poderosa que siempre asociaré a las Naciones Unidas: El primer día que pisé el enorme vestíbulo de la Organización para la Alimentación y la Agricultura en Roma, a pocos pasos del Coliseo, y allí, como una tarta hipertrófica de quesitos del Trivial, estaban los 17 ODS grabados en una solemnidad que yo recorría con deleite y máximo respeto. Y con más emoción de la que sentí en el Vaticano, con perdón, rodeada de miles de turistas arrogantes tratando de entrar a codazos en la Iglesia de San Pedro. Pompa y boato.

La vida es lo que te queda cuando se escapa el ruido por el sumidero del lavabo. Eso conforma un mapa indeleble con el que a veces sueñas en dos idiomas. Y ese barrillo sucio que te deja puede ser disuelto en el loco brío del teclado, mientras suena la BBC de fondo y te acuna con su música british tan culta, cosmopolita y necesaria.