Adoro los aeropuertos, esos templos de paso donde todo el mundo tiene un propósito y la vida fluye entre pantallas que cambian de letras, destinos, puertas de embarque y horas. Cada vez que entro siento un ligero vuelco en el estómago, la sensación parecida a la de hacer cola para montar en una montaña rusa del parque de atracciones. Cuando viajo, aunque no sea por vacaciones, mi ánimo juega al voley en una playa imaginaria donde no hay límites y el árbitro se parece a David Gandy.

Hacer la maleta me gusta tanto como odio deshacerla. Puedo dejarla dos o tres dias varada en algún sitio inadecuado de mi casa, con la esperanza secreta de que se vacíe sola, y cada cosa vuelva sigilosa, de puntillas, al cajón correspondiente. Pero hacerla, digo, preparar el viaje, es excitante. Un tetrix donde los indómitos bajamos la cabeza y nos plegamos a la dictadura del espacio y el orden.

David Gandy

Por alguna razón de diván que se me escapa, suelo añadir algo prescindible en el último momento. Una bomba de sales de baño,  el Fogo antimosquitos con sus correspondientes pastillas o un dibujo de las Chukis que se quedará dentro cuando llegue al hotel. Vestigios de hedonismo, miedo y amor, respectivamente. El horóscopo de Susan Miller va siempre dentro del portátil que jamás olvido porque las mañanas sin teclas son un drama, y una va teniendo sus manías.

No meto, pero debería, una brújula de bolsillo para encontrar la habitación. Ni el cartelillo de “no molestar” cuando me instalo a leer frente a un café, y otro, y un tercero, entre camareros solícitos que me llaman signorina.

Pero jamás olvido algunos rituales previos, como repasar mis uñas al ras -tengo fobia a las uñas largas, aunque sean dos milímetros- completar mi botiquín de pastillas para el mareo, la urticaria, el insomnio, la estupidez humana- colar un libro preferiblemente empezado –“El Sistema Victoria”, de Éric Reinhardt, sería el caso- y elegir un pijama como si por la noche fuera a visitarme Edward Norton, supongamos, en lugar de Morfeo con sus dardos mortíferos.

Viajar es eso que haces mientras deseas fervientemente volver a casa. Reconocer tu hueco en el sofá y tu ángulo en la cama. Aunque las camas de hotel me parecen siempre mejores que la mía, con esas sábanas tan blancas y crujientes que uno piensa que estrena aunque sabe que cientos de huéspedes las arrugaron antes. Porque el viaje, me parece, tiene algo de ficción. Un componente volátil que estalla y reverbera, y te deja un regusto a aventura cuando esperas de vuelta en la T-4 que una cinta te devuelva el esquipaje…