Mi querida Big-Bang:

“Y en día de la mujer trabajadora, ella se declaró en huelga de brazos caídos. Sus hijos tuvieron que vestirse solos, el perro se quedó sin salir a la calle y la nevera perpetuó el eco de la noche anterior”. La verdad es que me parece una ironía celebrar esta fiesta, como me parece una horterada el día de los enamorados, una meapilez el de la banderita y un enigma el baile de la Rosa (ése que me obsesiona porque presuntamente es anual pero juraría que se celebra varias veces al año, y ya sé que me repito, sorry, pero Carolina de Mónaco tiene que lucir palmito by Lagerfeld y cada vez le quedan menos ocasiones, porque ahora le llega la cuñada esa surafricana de la espalda superlativa y la va a eclipsar con su envergadura).

Me centro, tranquila. No es que no esté por la labor de brindar por las mujeres. Es que algunas me caen fatal. Sin salir de casa, tengo una que me manga los rouge de Chanel y mi crema al caviar a escondidas. Antes mi estrategia consistía en montarle el pollo con extremada violencia para que sacara el botín, sin éxito. Ahora pongo voz de falsa preocupada y le digo: ¿No habrás visto un maquillaje de Kanebo que es una cajita negra como de 6cm por 4, y que ha debido salir accidentalmente o por voluntad propia de mi neceser? Ella, por supuesto, dice que no, pero al rato acude solícita con la prueba del delito en sus manos, jurando que ha estado buscándola por mí. Y yo se lo agradezco.

Creo que el estatu quo del hogar sólo se sostiene con ciertas dosis de mentiras, un cajón con llave y una habitación propia, que diría mi idolatrada Wolf. Eso, claro, no impide que mi querida cleptómana entre en la mía con alevosía y me sustraiga camisetas, jeans y hasta ropa interior, imagino que para chulearse entre sus amigas adolescentes y ladronzuelas como ella. Si tengo suerte, recuperaré mi suti una semana más tarde, cuando aparezca milagrosamente en una caja mugrienta donde esconde sus tesoros como una cueva de Ali Babá sin contraseña.

Sí, algunas mujeres me caen fatal, aunque sean trabajadoras. Pero las vagas, me caen mucho peor. Tuve una en mi familia que se las arreglaba para no dar ni golpe, con una maestría que te impedía protestar. Un suponer: sus mudanzas se hacía bien cuando estaba con un esguince y muletas, bien cuando acababa de parir y tenía que dar de mamar a su bebé. Así se convirtió en la reina del subcontrato gratis. Era poco inteligente, suponemos que por exceso de tofu y jengibre en su dieta, pero el día que iba a tu casa comía como una hiena y no le hacía ascos al chuletón, aunque estuviera sangrante. Su suegra no podía morderse la lengua y hacía comentarios del tipo: “para ser vegetariana militante hay que ver qué pocos escrúpulos tienes, guapa…”, y la otra sonreía y seguía masticando a dos carrillos, tan campante. Al final, se dio cuenta de que éramos buenos, pero no tontos, y fue nominada como las ordinariotas esas del Gran Hermano, no sin antes trincar lo que pudo a perpetuidad.

Por lo demás, me gustan las mujeres de mi vida. Mis chukinas, que me hacen superar mis contornos y besar y abrazar a diario como antídoto a los pesares y la bruma. Mi hermana y cuñadas, con las que viajo a carcajadas y comparto cama de muelles chungos y confidencias. Mis compañeras, con las que me cuezo en el despacho buscando soluciones a la cuadratura del círculo, y me sorprenden. Y me superan aunque de algunas me separen una década y muchos círculos mal hechos…

…Y, claro, mis amigas del alma. Esas sin las que todo sería más breve menos el dolor. Las que me leen por dentro, me sacan de la duda y me llevan a bailar si ven que se me enturbia la mirada. Esas que multiplican el talento, restan mezquindades y suman tardes de charla sin mentiras. Por todas ellas puede que merezca celebrar el día de hoy. Y el de mañana. Brindo por ellas.