Con B. bebo vino y, como ayer, nos recomendamos libros o soñamos con un acantilado común en Asturias. M. me cuenta sus quebrantos amorosos y, desde China o Rusia, me regala alguna lectura para tiempos reversibles. Cerca de L. el tema principal es la reconstrucción de su alma y de su cuerpo tras muchas peleas con un destino hostil y porculero. Mis amigas de la universidad, juntas, resumen un compendio de temas en zigzag. Tú llegas, te sientas, y buscas hueco de silencio para saltar de los padres que se hacen mayores a los maridos que calientan el sofá, las películas, las lorzas, el sexo o los hijos que crecen y se envalentonan. La vida más cotidiana una vez que la profesión que nos unió no es relevante como para interrumpir  risas y rituales.

Con A. la vida es una trama excitante y lo mismo sobreviene un cocido que un personaje que podría ser real, y su perra trepa por mis rodillas y los hombres van y vienen y el invierno son mujeres que siempre están entre dos puertas y hay corriente. A. siempre estira tu cerebro y te obliga a una mirada transversal, prendida de una rama o colgada de un barranco sin red. Con J. hay ratos que no hablamos y las manos componen una pieza, y compartimos relatos al bies que son el mapa de lo que somos y en lo que nos vamos convirtiendo después de haber dado vueltas a un circuito equivocado. Y siempre tiene mucho de  incógnita que se va aclarando y de cuerda tensa de violín.

Y también está P. Una amiga  con la que juego al Guadiana. Pueden pasar dos años sin vernos y el día que quedamos es siempre fiesta. P. es tan brillante que siempre la imagino de rojo. Habla idiomas, se parte de risa y ayer me mandó unas líneas que me abrazaron largo rato: “No sé si tú lo sientes, pero en estos largos silencios que nos traemos
te pienso y te sonrío. Entre paseos, coches y cañas”. R. es poeta, pero aún no lo sabe, y tiene una voz balsámica muy apta para aceleradas sin pastillas en el bolso. B. anda liada con dos bebés que huelen a galleta y llevan body animal print,  pero la veo agazapada detrás de mi pantalla del ordenador, con su pelo rizado y su energía intacta. Y luego está D., que  me cuida entera con la excusa de cuidar mis dientes.

Cuando hablo de amigos me vuelvo casi cursi, mea culpa. No son tantos, pero siempre más de los que merezco y puedo abarcar. No hay tiempo en la agenda maltrecha de una profesional-madre-divorciada y me he propuesto dedicarles los mediodías porque sacan mi mejor yo y porque la comida sin afán es pura reposición energética. Mi amigo J.M me abraza por las calles mientras a su chico hay que decirle “dame un achuchón fuerte, hombre de dios”, y lo hace con sonrisa lateral. M.J, que empezó siendo vecina, me enseñó que las berenjenas son buena compañía para la pasta y el cariño, y en esos ratos en los que yo le pasaba gazpacho y ella batía la bechamel fuimos construyendo una amistad sin grumos con la que no ha podido su traumática (para mí) mudanza. Tanto que cuando salgo de casa siempre miro la puerta de al lado y espero que un milagro haga que sea ella quien cierre esa puerta con cuatro vueltas de llave que siempre me pareció de calabozo de bruja buena.

A las chukis suelo decirles que cuiden a sus amigos. Entiendo que tardarán años en valorar la importancia de la amistad, pero las frases de la infancia son las que permanecen (“En esta casa no quiero vagos” fue sumamente útil, ya lo he contado). Siempre les insisto en que uno puede amar la soledad cuando tiene alrededor a esa familia escogida. Y que la prueba del algodón, lo que determina que sean o no sean verdaderos amigos, es que cuando salgan por la puerta nos sintamos más llenos, pero más ligeros.

Lo dejo ya y me faltan muchas iniciales de amigos que frecuento y de otros que veo apenas. Y pienso que este año debo hacer una gran fiesta para todos, que ya toca. Que el fin del mundo está a la vuelta de la esquina y conviene que nos pille bailando, como decía aquel. Y que un amigo siempre es una trinchera con fogata y acordes de piano.