Mi querida Big-Bang:

Me asalta una fantasía recurrente. No, no se trata de la de la orgía en el parque de bomberos. Esa ya pasó. La de ahora es mucho más preocupante. En ella tengo un marido. Un hombre que recoge mis migajas cuando me tiro al sofá por la noche, después de un día chungo de trabajo y una vuelta gloriosa al hogar en la que podría haber cometido asesinato doméstico tres o cuatro veces. Si eres madre se supone que no puedes albergar sentimientos violentos hacia tus Chukis, pero a veces me sorprendo acariciando la soga, como en la peli de Hitchcock. Y entonces pienso en un marido.

A ver si me explico. Yo sigo practicando el activismo antifamiliar. Soy la versión casera del 15-M. Una indignada que considera que el matrimonio y los hijos son tapaderas para sofocar la muerte, para burlar la soledad, para no temer tiempo de pensar en quiénes somos y hacia qué agujeros negros nos dirigimos. Un marido, visto así, tiene mucho de hombre Balay-el que te hace la vida más fácil, ¿recuerdas?-  ese que te cubre delicadamente con la sombrilla para que el sol no te queme la piel.

Es deprimente, cierto, pero aún lo es más desplomarte por agotamiento súbito tras comprobar que has tendido los uniformes del cole justo cinco minutos antes de que cayera el diluvio universal. Que la adolescente te la ha vuelto a pegar con el ordenador  y mira Tuenti cuando ya estás en la cama. Que no recuerdas si has rellenado la matrícula del cole para el curso que viene, que aún no has sacado los billetes para llevar a mini Chuky a la playa, que no queda leche en la nevera, que tienes hace un año un coche tirado en un descampado y no hacen más que llegarte requerimientos…

…Y entonces fantaseas con un marido. Es una tontería, lo sé. Pero sin fuerzas hay aberraciones aún peores, no creas. Se me ocurre que compartir los desmanes de la rutina debe de ser liberador. O no. Pero la otra opción en meterme una tableta de Lindt 80% de cacao, amarga como ella sola, y leer sin enterarme cuatro páginas de un libro. ¿Habrá un negocio de alquiler de maridos?, me pregunto. Un 902 de urgencias donde las rubias agotadas llamamos como alternativa al bote de pastillacas sobre la mesilla. “Buenas noches, soy rubia (de bote) y necesito un marido. ¿Cuánto tardará en traérmelo?”. Y entonces podría desplomarme mientras llega él y resuelve cinco o seis de mis marrones, como un superhéroe, y me arropa con el edredón aunque ya sea junio y el calor tapado provoque pesadillas.

Todas mis amigas solas están cansadas. Es una realidad. Y muchas de las casadas o convivientes están hartas de sus maridos y nos miran con cierta envidia, como representantes de la libertad guiando al pueblo. Ninfas guerreras de Delacroix. Pero no se dan cuenta de que hemos cambiado la bandera roja por una blanca. Nos rendimos. Hay días que nos rendimos.  Y entonces, por un instante, anhelamos un hombre en casa. Sólo por un instante.