Un tipo que  escribe crónicas del desamor no puede estar felizmente casado.

O puede que un tipo que está casado desde hace 28 años y tres meses no pueda ser feliz. Las grandes verdades de la convivencia se cimentan en una: si piensas quedarte con el mismo/la misma, más vale que seas feliz, o que finjas serlo.

No hay nada más patético que un infeliz que va proclamando que lo es y luego regresa a casa con las orejas gachas todas las noches de su vida.

O puede que eso sea el matrimonio. Anestesia social para no tener que hacer las maletas y una mudanza incómoda, con los precios que se gastan.

Sí, no hay nada más dramático que un casado que se deja la vida en los bares entrando a chicas incautas, desoficiadas, que quieren ser algo en la vida. Y nada más melancólico que una pobre chica que agita las pestañas para medrar. 

Pero el colmo del patetismo es ese tipo felizmente casado que finge delante de la chica que no lo es. Un depredador en falso. Agarra el teléfono, llama a una supuesta incauta y se pone colorado relatándole la lista de cosas que piensa hacerle mientras sus asistente, sentada a poco más de un metro de él, clava la vista en un libro de mentira y finge que no escucha. El adulterio debería ser épico o no ser. Al matrimonio no se le exigen gestas, sólo pequeñas victorias sobre el hule con migas.

Supongo que esto el fruto de una regurgitación. Me colé en una boda el otro día. Tocados de ensueño, espaldas rígidas dentro de los chaqués, pompa y boato. Aplausos al fin de la ceremonia. El ritual de la felicidad.

El novio, inútilmente, trata de escribir un relato a estas horas, insomne y levemente atormentado.