Ayer regresó mi adolescente de su curso de inglés en Inglaterra y a primera vista la british flema brillaba por su ausencia. Tras dos horas de retraso -acabemos de una vez con el topicazo de la british puntualidad- apareció con un grupo de amigas todas llorando a moco tendido y con los ojos tan rojos como el conde Drácula ante la visión del cuello de Mina.

Volver era un drama. Y los padres que aguardábamos detrás de la barra de seguridad que separa al viajero del paciente impaciente, nos dimos cuenta de que recuperábamos nuestro rol  de  presencias molestas en el universo de nuestros queridos adolescentes. Una cámara de seguridad lo recogió, estoy segura. Un centenar de adultos con cara de máxima expectación clava la vista en las puertas de cristal que se abren y se cierran y vomitan viajeros con cara de despiste. Y el tuyo suele ser el último en salir, lo que te garantiza una cara de decepción repetida en la moviola.

Cuando por fin salió, mi hija tenía la cara tan hinchada y el cuerpo tan delgado que me costó reconocerla. Iba abrazada por otras dos o tres, como si bailaran Paquito el chocolatero pero en una curiosa variedad que incorpora a la performance grandes maletones. Lloraban con desesperación de serie Disney Channel y aunque fui afortunada porque ella tuvo a bien desengancharse de la melé y abrazarme a tope y largo, enseguida me puso en mi sitio: “Mami, déjame que me despida bien, porfa…”.

Y bien que se despidió bien. No menos de quince minutos de abrazos y lágrimas, venga a sudar, y entre hipidos me tendían sus móviles para que inmortalizase el momentazo.

-A ver chicas, limpiaos un poco que estáis todas feísimas.

-Mamá, no seas borde.
-No, si lo digo por los churretes. ¿No sabéis que existe el rimmel waterproof?
-¿El quéeeeee?

Comprobé de inmediato que habían aprendido fenomenal el idioma de Shakespeare, y calculé a ojo que cada palabra nueva nos debía haber costado a cada padre y madre no menos de 50 euros. Un chollo porque además el plan incluía noches en la discoteca (al menos gin tonic se dice igual, aunque me juró que no servían alcohol) y excursiones a Londres “la primera cultural, mami, y luego más en plan shopping”.

-Ah, ya… Y what about las clases, my darling?
-Bueno, un poco rollo, muchas horas y no aprendías nada.

Mi sonrisa empezaba a congelarse. Tres semanas después de enviar a mi adolescente a las garras de la reina Isabel II, constataba que lloraba como nadie, sí,  y que había perdido no menos de cinco kilos. Pero que del idioma, rien de rien.

Luego le pregunté si el año pasado, cuando la recogió su padre, había llorado tanto y tan aparatoso como este. “No tanto porque con papá me daba más corte”. Y me lo tomé como un piropo, tras el cual saqué una conclusión.

Un adolescente es un depósito de lágrimas engrasado para el drama. Capaz de enamorarse y hacer amigos en tiempo récord y con una volatiliadad pasmosa. Así hemos sido todos a esa edad, y a los campamentos de verano me remito. La diferencia entre ayer y hoy es que a los de mi generación los padres no nos daban cancha para tanto llanto en exhibición. Los sentimientos se ventilaban en la intimidad y cuando volvías ocultabas todas las pruebas del delito. Las cartas de amor, las camisetas llenas de frases a boli sobre lo “genial” y “alucinante” que eras. Y tu madre, en eso no hemos cambiado, lo primero que hacía era escudriñar piernas y brazos y decirte:_ “Qué delgada estás, ¿no te han dado bien de comer?.

Rimmel waterproof

-He comido muchísimo, fenomenal!!! , mentías.

Y luego llegabas a casa, te duchabas, te comías una tortilla de patatas entera acompañada de jamón y te ibas a la cama para dormir no menos de trece horas, soñando con tus nuevos más mejores amigos, que apenas dos semanas después iban diluyéndose y no pasaba nada porque un adolescente, ya tu sabes, es un resiliente sentimental que recupera la cordura como recupera los kilos que perdió.

¿Y del idioma?

No comment.