Me gustan las reinas que abdican, los chungos que dimiten, los valientes que dicen “no, gracias” a ofertas venenosas y los crupieres cuando exclaman “no va más”.

“Una retirada a tiempo es una victoria”, se supone que dijo Napoleón (y sí, terminó sus días en el exilio, el retiro forzoso y humillado)

Abandonar en el momento preciso es un arte y debería ser una de las leyes del tratado de buenas maneras. Muchas obras teatrales se truncan porque se prolongan en exceso. Demasiadas discusiones languidecen pero entonces uno va y suelta:”sin embargo…”, y el es fin. Toda fiesta tiene un momento álgido y ahí debes marcharte. Por no hablar de tantas relaciones que siguen por una inercia que se parece mucho al abrigo frente a la tempestad, pero dentro hay goteras y la humedad se cuela por las rendijas.

Abdicar o morir, esa es la cuestión.

Hay un momento en el que el libro que lees se desvela fallido, tramposo, torticero. Y si te resistes porque en el fondo sientes que condenarlo al ostracismo es sacrilegio, y tratas de indultarlo, terminarás con un regusto amargo y la sensación de haber perdido una parte de tu vida entre sus páginas mediocres.

Hay historias que nunca debieron escribirse, y ahí están. Hay compañías que no merecen ni una caña en un bar y menús del día que urge devolver a la cocina por grasientos, por salados…Y sin embargo te los tragas porque el pobre camarero, que corre de mesa en mesa, no tiene la culpa.

Hay amigos que nunca debieron ser. Zapatos que se mueren de risa en el armario. Polvos que más bien parecen lodos. Discursos huecos sobrados de palabras y promesas. Reyes con las coronas atornilladas a la sien.

Me gusta cuando abdicas, porque estás tan ausente…

Y si no abdicas, como la reina Beatriz de Holanda ayer, dimite y no nos sometas a la tiranía de tu nada. Que te quedas como dios. Ya lo verás.