Termino un libro extraordinario y me siento huérfana, o acaso viuda. Consciente de que no será fácil encontrar otro que esté a la altura. Ha sido mi pareja de cama durante algunas noches ardientes en las que ha conseguido que esquinara a los demás, en ese concubinato loco que me traigo con varios (dos, tres, cuatro). El duelo necesario no es un duelo, sino una salida desesperada con escote y taconazos a la busca de esa saciedad que garantizan las buenas letras. Para volver a sentir el latido, el efecto de ese chute de fuego por mis venas. Droga dura.

Así que anoche, a la una de la mañana y luchando contra el sueño, arranqué la Antología Poética de Wislawa Szymborska, regalo de C.

“A W.S le encantaba Vermeer y el kitch. Leía a filósofos y revistas de mujeres. Era cinéfila, admiradora de Woody Allen y también gran seguidora de los culebrones brasileños, y lo reconocía públicamente. (…) Le gustaba viajar a lugares cuyos nombres le parecían curiosos sólo para fotografiarse junto a los letreros…”

De inmediato simpatizo con la poetisa y siento que me gustaría un epitafio así, centrado en lo pequeño, en la curiosidad de lo cotidiano. Desprovisto de grandilocuencia pero no de excepcionalidad.  Su prologuista añade, unas líneas más abajo, que a Wislawa no le gustaban los discursos pero escribió uno de los más bellos de la historia del Premio Nóbel.

Inmediatamente subrayo y apunto: “Buscar discurso”. Y entiendo que el fin de mi fugaz duelo está en marcha, y que esa promiscuidad lectora que me habita impedirá el sarpullido de lágrimas que ayer, por otra parte, brotó sin cita previa a la deriva mientras veía un dramón en el sofá protagonizado por Debra Winger y Jack Nicholson. (Siento debilidad por Debra Winger, esa mujer pizpireta de mirada torniquete y andares dislocados).

“Antaño nos sabíamos el mundo al dedillo:
-tan pequeño que cabía en un apretón de manos,
tan fácil que se describía con una sonrisa,
tan común como el eco de las viejas verdades en los rezos”

Escribe Wislawa.

Pero antes, en familia, fuimos a escuchar a las monjitas de la Plaza de la Paja con coartada de misa. Un ritual imprescindible que te estremece con su kyrie y se contempla en la contemplación de esos sarcófagos de alabastro bellamente labrado, como si de una tela sometida al capricho de unas manos se tratase.

El amor verdadero no entiende de atajos“, dijo el cura. Y es lo único de lo que dijo que yo escuché, convencida de que sólo pegaba frases hechas con engrudo, pegotes de discurso cuyas migajas devoraban los salmos de esas mujeres puras de piel fina y ojos apagados bajo lentes old fashioned.

Y por la noche paseo frío por el Templo de Debod, reflejado en el estanque y fruto de un expolio del que nadie se acuerda cuando se hace la foto como en una atracción de parque temático. Madrid soberbio y asfixiado de polución, algo vacío porque el 25 de diciembre es día de recogimiento y cogorzas en familia (esas no cuentan como excesos).

Hoy no es día reseñable, al fin. Saldremos con máscaras ficticias a la calle, empezaremos a felicitar el año. Algunos se estrenaron ayer, como mi buen amigo R.: “Tengo la esperanza de que en 2016 por fin consiga que te cases conmigo”. Y yo que desde luego, que con él o con nadie, muerta de risa. Pero será después, que el año está a punto de desplomarse y aún toca seguir sobreviviéndonos, durmiendo con los libros. Y devolver a mi Pániker a la estantería con esa gratitud de un gran amor. Requiescat in pace.