Soy maniática de la puntuación. Cuando me enfrento a un texto lento, plagado de comas a mi juicio innecesarias o fuera de lugar, agarro la metralleta de los puntos y disparo a discrección. Me atrapan los párrafos que fluyen como rápidos de un río que cuando vadeas en canoa terminas salpicado hasta la glotis. La profusión de pausas que no llevan a un clímax deseado sino que te entretienen sin un propósito claro -literario, económico- me irrita y a veces consigue que abandone la lectura.

(Como esos amantes que se empeñan en entretenerse en un punto de tu geografía equivocado. Y venga, y dale)

Los lentos me provocan reacciones semejantes. Es una tara de educación, estoy segura. En mi casa no se ha entendido bien nunca  la frontera entre lento y vago. Entre lento y pelma. Entre lento y bobo. Por eso me entreno en ocasiones para no rematar la frase ajena, y ralentizo el paso a tres manzanas de mi casa. Porque sin comas auntoinfligidas soy una loca que pega patadas al aire y a veces hay un tobillo ajeno en el que no había reparado.

Carol Joyce Oates

Carol Joyce Oates, por ejemplo, podría estar en la lista de mis autoras si no fuera porque me entretiene demasiado con sus comas y sus descripciones.  En el libro de Dorothea Brande que me ocupa (a ratos cortos, sin orden ni concierto, como a mí me gusta) hay un capítulo titulado “Cómo gastar palabras” que dice así:

“En una historia de cinco mil palabras, pongamos, tu autor ha dedicado ciento cincuenta al transcurso de un día y una noche de cierta importancia en la vida de su héroe. ¿Y tú? Tres palabras, o tal vez una frase: “Al día siguiente, Conrad…”. Resulta demasiado corto”.

Demasiado corto casi nunca es demasiado, excepto en el buen amor. Al día siguiente Conrad me parece perfecto. Impecable. Prometedor.

“¿Hay algún cambio que puedas hacer para que la prosa sea más eficaz, diversa y vigorosa?”

Siempre. Respondería que siempre. Ahora que las circunstancias me llevan a corregir algunos textos propios, compruebo mi natural predilección por algunos adjetivos de alta intensidad, sí, pero también por estructuras de andamio corto que se pueden aligerar aún más y eso me excita. Menos es más. Lo que me condena a no colocar nunca a un personaje frente al pelotón de fusilamiento, ya me temo. El bisturí de la economía logra pulir los contornos de la figura literaria hasta llegar a su tuétano, y me parece que es un trabajo semejante al del ebanista que reduce la madera hasta tornear sinuoso la pata de un sillón o al luthier que consigue la pieza exacta que alumbra el violín. Un milímetro más, o menos, y está perdido.

Agradezco la sabrosa concisión como la orden de alejamiento de los que practican el arte de la palabrería. Quizás por eso, y por falaces, me protejo de los discursos políticos y de los hombres que tejen telas de araña presuntamente complicadas sólo para atraparte y pegarse un banquetazo. Si me vas a devorar, dímelo corto, querido.

Pero, ojo, porque debajo de un conciso puede haber un conjunto vacío. Y a veces engañan con miradas ensayadas de tipo o tipa interesante. La seducción es enemiga de los puntos. Es una eternidad de comas urdidas con tinta china en papel de seda con delicados finos hilos secantes. Una preciosa miniatura que se regodea en sí misma pero una vez desprovista de intención -de floritura- se queda en nada.

Uno cuando escribe tiende trampas. A los demás y, sobre todo, a sí mismo.  Y a veces tiene la oportunidad de releerse un año después, o dos, y descubre fallos de construcción, chapuzas de albañil que se ha hecho un rapidillo para tomarse el bocata de las once y el cognac. Y hay que sacar la piqueta, y demoler el tabique. Y aligerar los vanos. Y darle a cada frase la extensión que pida, con sus pausas. Que respire, no siempre entrecortada, como te piden los dedos.

Y es un ejercicio de humildad ajustado a soberbias que galopan demasiado deprisa, demasiado temprano.

Un texto resucitado, extraído del cajón de pensar, siempre te pide cuentas. Y debes empezar, con humildad, a redistribuir los puntos y las comas. Los verdos, los adverbios. Hasta que estalle un ritmo, un compás que invite a Conrad a enfrentar una acción al día siguiente. Sin demorarse demasiado, salvo que la demora preceda al sobresalto y te deje el regusto de lo imprevisto. De lo inevitable.

Pero un discurso largo lo prefiero a una decepción contundente.