Manhunt, Unabomber

Terminé el año cenando con los míos alrededor de una mesa de ping-pong en un pueblo perdido de la Sierra Pobre, como solemos. Un menú destartalado que nadie sabe nunca del todo en qué consiste ni lo que le toca preparar pero que aplaudimos como si se tratara de un tres estrellas Michelin. Con relleno de pavo pero sin pavo y después de unas migas del pastor a mediodía con las que levitamos y cada uno digirió como buenamente pudo. Todo un ritual antisistema que a mi familia le chifla y que terminó ayer con una coreografía en plena calle al son de la música de mi coche a todo volumen y sin ensayo general, como a nosotros nos gusta.

Poco antes había visto  “Manhunt” en Netflix, la historia del (fascinante) Unabomber, un tipo muy walden que habría pasado todos los controles de calidad del mismísimo Henry David Thoreau y también los del grunge más Cobain. Ser antisistema y manifestarlo como sepas. Construyendo bombas, comiendo migas con chorizo deluxe como manjar navideño o poniéndote la chaqueta de tu abuelo. El romanticismo del asesino nunca falla, pero sigue siendo un killer aunque luzca guapo, lánguido y tenga los ojos de un inquietante azul polar. 

A mí mi radar “anti” me lleva, por ejemplo,  a negarme a participar de esas conversaciones en las redes sobre el look de cierta presentadora que ha logrado embobar a las masas a costa de despelotarse y armar luego un discurso ¿filofeminista? menos creíble que el rey de la cabalgata de Vallecas. La chica es lista, me consta, y huele el dinero a distancia. Los tontos -con perdón- son el séquito que desperdicia minutos y talento en babearle el escote. Son tiempos de rebaño y nunca antes fuimos tan bovinos. Nos hicieron creer que la tecnología era una espada con superpoderes, que somos los reyes del mambo porque nos expresamos con un tuit a menudo mal escrito y contamos el éxito en decenas de likes.   

Seguramente lo más antisistema hoy sea desconectarse de todo y de todos los espectros desconocidos que Zuckerberg llamó “amigos” en una diabólica manipulación del lenguaje cuando creó Facebook. (¿A alguien le extraña que un ser con aspecto de no haber sido precisamente el más popular de la clase se invente amigos?) . Hoy lo revolucionario es volver a llamar a los amigos verdaderos para tener una conversación de verdad. Con silencios, desarrollos de relato y despedidas sin emoticonos. Llegar tarde a una cita apuradísimos porque no hemos podido retransmitir en directo el retraso por wasap. O llegar pronto y esperar sin fingir que consultamos el mail porque aguardar mirando al vacío es de losers.
 
Amanece 2018 y busco referentes sólidos o evanescentes. Mi horóscopo del Año me augura una salud financiera de titanio y estreno taco Myrga con fe en el devenir. Volveré al gimnasio para caer en una vulgaridad necesaria, me (re)volcaré en mi novela porque sus protagonistas se han creído de verdad lo del libre albedrío y empiezan a mostrar conductas desviadas que comprometen la trama y seguramente el desenlace. Me tomaré la molestia de devolver a Amazon la pulsera china que registró mi actividad y mi sueño apenas dos semanas y luego se apagó para siempre. (Se hace llamar Smart Bandi3HR, ni se os ocurra comprarla por muy barata que os la ofrezca Jeff Bezos). Leeré a Montaigne un rato cada día, como solía, para resetearme. Saldré con mi Brontë a conocer perrillos nuevos y puede que me convierta en influencer canina porque no hay que desnudarse ni nada que hubiera desaprobado mi abuela. 

Menú Nochevieja deluxe

Y si fuera coherente debería autodestruirme y poner fin a este blog, pero me falta valor y me sobran fantasías en la cabeza que debo desaguar cada poco sin pagar un diván. Así que, con la venia, aquí seguiré mientras mi sequía intelectual llega y no llega, y mi puñado de likes me hace pensar -¡oh, chiquilla ególatra!- que estas inquietudes se parecen a las vuestras. Y que somos un pequeño club antisistema que no necesita escotes ni transparencias ordinariotas para incendiarse.