Ella llegó un día, hace cuatro años. Le di las llaves, le mostré todos los cajones, le entregué a las chukis para que las custodiara en mi ausencia y un billete de veinte euros para pequeñas compras inesperadas. Recuerdo haberla entrevistado en el sofá, ella sentada en el borde, levemente encogida y con su mirada clavada en mí. Yo sin sacar maneras profesionales de la chistera porque hacer un casting de mujeres a las que vas a entregar tu alma y tu casa no es un acto mecánico sino un acto de fe.

-¿Por qué te interesa este trabajo? (pregunta absurda, desde luego)
-Yo necesito trabajar. Tengo hijos en Rumanía y debo mandar dinero a casa.
-¿Sabes cocinar?
-No mucho. Cocina rumana sí, pero española…
-¿Tienes previsto quedarte en España o me dejarás dentro de tres meses cuando consigas algo más conveniente?
-La verdad es que no lo sé…

De inmediato confié en ella. Fue una intuición, esa que te hace decidir más con las tripas que con la cabeza. 

Todo este tiempo mis hijas y yo hemos estado cuidadas por una mujer que ha sido nuestro ángel de la guarda. Ha llenado la nevera, quitado piojos, tomado la lección, comprado comida cuando a mí se me olvidaba. Ha recogido nuestras desidias, ha consolado a mis niñas, las ha regañado también. Ha hablado con las profesoras para asegurarse de que Minichuki había apuntado bien los deberes. Ha preparado con cariño la merienda, ha dado alguna chuche a escondidas y se ha quedado alguna noche a dormir con la alegría de un campamento de verano.

Yo llegaba cada día, agotada de mi cómodo trabajo de despacho y me quitaba mis tacones mientras ella me perseguía contándome a gritos el resumen de mi ausencia: “Creo que I. ha estado hablando por teléfono mucho rato, C. ha mentido pero ya ha confesado. No quedan bolsas de aspiradora pero yo me iré el sábado a Carrefour y te las compro. Ha llamado tu madre”. Luego se metía en el cuartito y se cambiaba de ropa, y Minichuki la despedía a besos cada noche, justo antes de que el ascensor se la tragara rumbo a una de las cuatro o cinco casas donde ha vivido, todas en el quinto pinto, a muchas paradas de metro. Reventada y sin quejarse.

Ella siempre fue nuestra Lucy (jamás “la chica”, ese término atroz). Una más de esta familia de mujeres donde ha tenido su lugar y donde nunca fuimos tan pacientes ni generosas como ella. Cuatro años, digo, en los que le han pasado dramas tremendos con algún hombre desalmado, arpías compañeras de piso y quebrantos familiares que hacían de los míos un cuento de Bambi.

Y cada cumpleaños o día de la mujer trabajadora me regalaba flores, acompañadas de una nota cariñosa y escrita con cada vez menos faltas de ortografía. Porque además de buena Lucy era, es, lista. Y endiabladamente rápida.

Y ahora se nos va y las tres nos sentimos huérfanas.  Y sin darme cuenta entrevisto cada tarde sucesoras en la mesa, lejos del sofá de aquella vez, mientras ella trastea en la cocina y nos mira de reojo.

Y me pasa como a Minichuki, que llorando desconsolada me advirtió el otro día que no pensaba querer a ninguna otra cuidadora y que si contrataba a otra no la saludaría. “Cuando venga a buscarme al cole pienso escaparme por la otra puerta, que lo sepas”.

Yo también pienso escaparme por la otra puerta, Lucita. Gracias. Muchas gracias.