Manuela Carmena

A mí me parece muy bien que Manuela Carmena vaya en Metro a trabajar. Pero no me parecerá una buena alcaldesa porque pague 1,50 euros del billete y sea “una más”, sino porque gestione con inteligencia, oportunidad y, desde luego integridad el día a día de esta ciudad que amo y que es compleja, arisca, luminosa, plural, desordenada. Incómoda, febril en hora punta. Desafecta. Engreída y arrogante. Codiciosa por el paso tan cercano del río del dinero. Pródiga. Desbaratada de hechuras. Solidaria. Generosa. Custodia de esos museos y fachadas que  alivian mis domingos, casi al amanecer, mi hora favorita. Albina, casquivana y mestiza, al fin multirracial. Y sexy, muy sexy.

Viajar en Metro es un gesto. Un símbolo. Una bandera. Para mí, innecesaria. Pero no soy de efectismos, ya me temo. Ni me dejo impresionar con facilidad con las trompetas. Miraré a Manuela desde que entre en su despacho sobre la diosa Cibeles y al asomarse al balcón no sienta el olor acre y dulzón del poder, sino el vértigo de una responsabilidad de muchas toneladas.

A mí que Ada Colau o Kichi se bajen el sueldo me parece muy bien, pero preferiría que cobraran lo mismo que sus predecesores pero triplicaran el esfuerzo de éstos, la atención a lo que de verdad importa. La escucha a los tambores del asfalto. El respeto a la cultura, al patrimonio, a las asociaciones de vecinos. Que sean implacables con el soborno de esos que querrán manipular voluntades para construir torres en un jardín botánico. Con esos tiburones de trajes impolutos que pegan palmadas en la espalda e intercambian favores. Amistades peligrosas, despachos con recámaras secretas.

Me temo que tampoco soy sensible al populismo. Es seductor, desde luego. Conecta con tanta gente que ha sufrido, que está muy enfadada, que ha perdido la partida del juego de la oca y está donde el principio, tiritando de frío a la intemperie. Hambrienta de gestos, de contundencia estética. De cambio de las normas en un partido injusto pitado por un árbitro comprado que sólo mira a un lado y castiga a los mismos.

Lo entiendo, desde luego. Y aunque puede fascinarme el toque de seducción de un caballero andante dotado de armadura, después suelo quitarle el casco para ver lo esencial. Las tripas del discurso. La sucesión de hechos, de medidas pequeñas que son las esenciales. La ética, eso tan plúmbeo que cuentan los filósofos. Y miraré a mi alcaldesa buscando esos detalles. Y me parecerá muy bien que si se entrega a su misión con la vehemencia y la cordura que promete vaya a Cibeles en un coche oficial con chófer y olor a ambientador de limón. Y que cobre lo mismo que la otra, de cuyo nombre no pienso acordarme.

Está lo que parece y lo que es. El cortejo febril y el día a día. A mí que la alcaldesa de Jerez sea noticia por unos dedos amorcillados en unas sandalias de dudoso gusto me da para unas risas. Pero seré la primera en apreciar sus decisiones para sacar adelante una ciudad aunque no se convierta en trending topic.

Ojalá la marea populista se calme tras esta fiebre inevitable de la crisis. Volvamos a pensar  con la cabeza. No nos dejemos fascinar por danzas del vientre, que la chica no va acostarse con nosotros. Sólo es un baile seductor. Un contoneo.

Aquí, te espero, Manuela. Tan madrileña que llevo un madroño clavado justo en medio del corazón. Tan loca de amor por mi ciudad que no te perdonaré un paso en falso. Una claudicación de tus principios. Un titubeo.

Y respecto al Metro, no creo que soportes sonreír cada día, escuchar al espontáneo, no poder concentrarte en la lectura. Estar a expensas de un desesperado que quiera sus quince minutos de gloria y te ponga en peligro. Llegar tarde al trabajo, ya sudada.

Y te lo digo yo, que viajo en Metro y sueño con un chófer cariñoso y letrado que me lleve y me traiga cuando emprendo un viaje con ese miedo a perderme.

Pasó el tiempo del efectismo. Vamos a lo importante, Manuela. Vamos.