Mientras mi hija se dirige al aeropuerto, leo a George Steiner en Babelia. La he despertado a las 5.20 de la mañana -en realidad he despertado a su prima sin darme cuenta de que no era ella, mi casa en estos días es un hostal con veinteñeras que entran y salen, y las camas no tienen dueño- y le he preparado el desayuno mientras la oía ducharse. El filósofo y ensayista de origen judío habla de la necesidad de los errores. “Si uno no puede errar de joven, nunca llegará a ser completo y puro”. Yo necesito asegurarme de que mi hija ha embarcado correctamente. Que no se ha equivocado de terminal. Que no ha visto mal la puerta de embarque o se ha quedado encerrada en el cuarto de baño del aeropuerto. Que no se ha entretenido ante el escaparate de una tienda con enormes carteles de rebajas, que no la ha secuestrado uno del Daesh… Sentada en el salón, con la sombra pegajosa de la noche sobre mis espaldas, soy la caricatura más patética de la gallina ponedora en palabras de mi Giacometti y me arrepiento de no haber ido con mi niña a Barajas por considerar que sus 19 años eran argumento disuasorio y una madre despistada un peligro ambulante en coche y a esas horas lánguidas de la madrugada en las que el aire es una inmensa nube de ceniza.

George Steiner

Pero no se me va de la cabeza. Y entonces leo: “Los errores y las esperanzas rotas nos ayudan a completar el estado adulto” (O sea que, si por un despiste colosal, mi hija terminara subida en un avión con destino a Cincinatti, deberé dar gracias al cielo por brindarle esa oportunidad de completar su puzzle biográfico). Pienso, y trasteo entre mis papeles aún perpleja porque mi error matutino ha sido de bulto. Encendí la luz y allí estaba ella, tumbada. Juro que era mi hija, aunque me pareció ver un gesto extraño en su boca, como de murciélago, los colmillitos puntiagudos sobre los labios secos. Estaba semidesnuda, los cuerpos juveniles se parecen desposeídos de la ropa (argumentaré en mi defensa). La llamé por su nombre (o eso creí), le pellizqué con suavidad las mejillas, contrajo un poco el gesto. No me hizo ni caso. Salí al pasillo y mi hija (la auténtica) daba tumbos y bostezaba con la luz encendida. Solo entonces comprendí mi error. ¿Quién dijo que todo estaba perdido? Si te equivocas, estarás perfectamente colocada en el punto de partida que es la creación, ¿verdad que sí, George Steiner?.

George… Que unas líneas más abajo me regala: “Para mí, la dignidad humana consiste en tener secretos y la idea de pagar a alguien para que los escuche me asquea (…) Es el secreto lo que nos hace fuertes”. Touché. ¿Es asqueroso pagar por que te retiren las inmundicias del inconsciente? ¿es un lujo burgués el psicoanálisis, como sostiene? ¿Debería plantear en el diván que renuevo otra temporada para hacérmelo mirar? Para resolver por qué una mujer con el traje de madre se vuelve frágil y temerosa, culpable y responsable de una hija universitaria y despistada, sí, pero adulta al fin y al cabo.

Tiempo de despedidas. En el descansillo me ha dicho un  “ciao, mami” desposeído de emoción, aún somnoliento. No me abraza, sólo un beso a vuelapluma. ¡Qué seca eres, hija mía!, le digo justo antes de que la engulla el ascensor. Vuelvo a mi error, mal fario que las últimas palabras sean reproches. Apunto hacerme con “La poesía del pensamiento” de Steiner. No vuelvo a la cama, mejor me acuno sola en el teclado. Retomo mis notas: “A las rubias falsas no os gusta el cabello de ángel. Lo tenéis enconado”, dijo él. Me da la risa. Ha salido el sol, y en veinte minutos despega el avión de mi hija, rumbo al territorio Brexit.

Ningún lugar es aburrido si me dan una mesa, buen café y unos libros. Eso es una patria“. Qué gran verdad, amigo Steiner. Una patria portátil sin bandera ni himno permanente. El que me pida el cuerpo cada día. Ese fado que anoche me regaló mi Radio Clásica y que ahora recupero. Pienso en mi niña, tira la cicatriz del cordón umbilical.

-Ya estoy sentada en el avión.¡Qué ganas tengo!
-Buen viaje, mi amor. (Cacareo de gallina ponedora. El huevo ha sido expulsado al fin. Me relajo).