Último día del año.  Cuaderno de bitácora: anoche me peleé con mi adolescente y fue raro. Parecía una representación de la clásica bronca madre hija, pero muy sobreactuada. Al final, ella se fue dando un portazo no sin antes coger el único objeto que la mantiene unida a su mundo como un cordón umbilical: el teléfono móvil. Era tanta su rabia que se le cayó por las escaleras. Yo no he podido dormir. Ella roncaba como un legionario.

Creo que su provocación tenía un fin noble: resumir el año. Recordarme que sigue siendo una montaña rusa hormonal que ruge, aunque a ratos simule calma como el Etna. En el fondo, su representación era un gesto romántico pero yo no lo supe ver y me encendí como un bisonte que galopa sobre brasas. Ella asegura que ha llorado. Llorar para una adolescente es la prueba irrefutable del dolor, pero también de la felicidad, de la intensidad y, sobre todo,  de la calidad de una película.

“Ay, tía, voy a llorarrrrrrrrrr…” decían el otro día doce adolescentes convocados por la mía en casa para celebrar su cumpleaños. Debo reconocer que disfruté del espectáculo. Once chicas vibrantes y un chico, gay y amoroso, que les acariciaba y peinaba las melenas mientars todos veían por enésima vez “Love Actually”, esa película que no falta en todo hogar de mujeres. Porque sale Hugh Grant haciendo el payaso, porque la banda sonora lo mola todo, porque habla del amor heróico y del carnal, porque hay un hombre enamorado de la mujer de su mejor amigo, porque suenan villancicos y porque un marido le pone los cuernos a su mujer y esta se entera justo antes de una función escolar en la que los niños no van de pastorcillos sino de pulpo y langosta…

Llorar a los dieciséis años es un gesto cotidiano. Furioso, desbaratado. Un trueno que pasa enseguida y a otra cosa. Llorar a los cuarenta deja un poso amargo. Es tragicómico y conviene dosificarlo porque si te descuidas te conviertes en una mortis dolorosa y el cutis lo nota por mucho BIO que te comas a continuación. Las lágrimas adolescentes tienen algo de cocodrilo.  Las cuarentonas escuecen en el hígado y te encharcan aunque por fuera estés seco.

Pero este cuento no termina mal. Esta mañana, según nos hemos levantado, mi ado y yo nos hemos buscado para darnos un gran abrazo y muchos besos. Debo aclarar que mi Chuki es de poco roce físico, así que el gesto puntuaba doble. “El último día del año no podemos estar enfadadas, ¿a que no?”.

-No, hija, no. El último día del año hay que cuadrar el balance sentimental y quererse mucho.

Pues cuadrado queda. Ahora sí que sí. Bye, bye, 2012!