"Deseando amar", de Wong Kar-Wai

“Yo sólo quería responder a cómo la gente guarda los secretos de distintas maneras”. Wong Kar-Wai.

Conocí de la existencia de “In the mood for love” (“Deseando amar“, mucho menos sugerente título en español) gracias a Manolo Blahnik. Era un día de primavera de 2008 y yo había viajado a Londres con la excitante misión de entrevistarle para el primer número de la revista Vanity Fairen España, que lanzábamos ese año. Me invitó a almorzar en un coqueto bistro de Chelsea, donde hablamos durante horas delante de una copa de Pimm´s en una de esas conversaciones deliciosas, alocadas y nutritivas que no olvidas jamás. He olvidado, es cierto, lo que comimos, pero no esa dulzura tímida y ligeramente aderezada de elegante histrión del genio de los zapatos de origen canario, cinéfilo apasionado y fan incondicional de esta película. Ni esa atmósfera de extraña intimidad con un desconocido abrigada entre cortinas de terciopelo vino añejo.

“Deseando amar” es una obra de arte que hoy cumple 20 años y cuyo formidable vestuario y colosal banda sonora están al servicio de una historia de amor y fatalidad en la que no encontraréis ni un solo cliché romántico convencional y sí una atmósfera que te atrapa desde el primer instante en el que los cuerpos y el humo de esa pensión angosta donde todo sucede te cortan la respiración y convierten en voyeur entregada y obediente: las reglas de Wong Kar-Wai se asumen sin rechistar, mientras sueñas con cruzarte un día con un desconocido en un hotel discreto que te mire melancólico y te cuente una historia maravillosa sin cruzar palabra. Y deseas empezar a fumar sólo para dibujar virutas de humo que desvelen los secretos que no cuentas.

Los “Manolos”

“La gente guarda los secretos de distintas maneras”. Es cierto, admirado Wong Kar-Wai. Hay quien los sepulta bajo un torrente de dislocada palabrería. Otras los retienen en el píloro, se me ocurre, y ese hermetismo asfixiante deviene en molesto ardor crónico o, si me apuras, en un tumor sin diagnóstico preciso. Son cráteres del Vesubio que en cualquier momento pueden vomitar lava verde de amargo tufo biliar.

Otros/as prefieren construir un andamiaje de fantasías sobre la podredumbre del crimen y bailan con la mentira hasta que destrozan las suelas de los zapatos. Anestesiados al dolor de modo que no sienten los zarpazos de la piel deshollada que va dejando un rastro de sangre en el parqué largo e inmaculado de sus pisos.

Los zapatos que llevaba Manolo Blahnik eran de una pulcritud sobrenatural. Él me envió durante años, hasta que salí de Vanity Fair, un tarjetón navideño manuscrito con pluma de color y trazo artístico. Siempre con palabras de cariño y siempre alejadas de patrones convencionales. A veces hablamos por teléfono y me daban ganas de correr a abrazarle. No lo admiré por los zapatos tanto como por esa forma saltarina de enhebrar las palabras y esa cercanía pasada por el tamiz de los modales exquisitos. También por su humor, que a ratos se permitía una mueca exagerada mientras dejaba caer casi con descuido su amor a Flauvert, su desapego a la fama – “los Manolos me suenan a un bar de toreros retirados”- sus retratos de sí mismo -un vampiro que vive más allá del tiempo- o su temor patológico “al olor a transpiración”.

Me pregunto si ya habrás ido a ver la versión revisada de “In the mood for love”. También si estarás escuchando en tu casa de Bath en bucle, como yo tantas veces y ahora mismo, la música magnífica que Shigeru Umebayashi cosió al guion hasta convertirse en la voz que narra omnisciente al ritmo de un vals que es un gemido.
Creo que el último día de este año de rabia y de dolor merece estos acordes. Y el recuerdo de un hombre que me descubrió una película que cada vez que he visto me regala un detalle apenas perceptible a la primera. Como la certeza de que las buenas historias son las que apenas emplean unos trazos, las que no cuentan todo sino que se muestran envueltas en un velo que desgarras apenas. Como esos secretos que encarpetan nuestra alma y un día, de repente, los muestras al desnudo a un perfecto desconocido y empieza una conversación larga y frutal que no se apaga. Feliz Año. Gracias, Manolo. Brindo por ti allá donde estés.