San Serapio. Zurbarán

Fui a la exposición de Zurbarán en el Thyssen y descubrí al fin por qué me resulta tan magnético: te hace sentir, espectador cansado tras una maratón de retos, lo que san Serapio debajo de su impecable hábito de lino. El roce de los pliegues en caída espesa, no sensual. La breve rigidez de un lino grueso que no pica ni entiende de lujos pero te transforma en un príncipe o princesa del dolor. “El príncipe del martirio tras ejecutar la cuarta regla de los mercedarios”, pensé mientras contemplaba una obra magnífica, sublime, donde la cara del santo se ha desdibujado por la muerte, y me recordaba a la de los ajusticiados de los Fusilamientos del Dos de Mayo de Francisco de Goya.

La muerte nos iguala, la regla de sangre no es la menstruación. “Existía la posibilidad de que los monjes se cambiaran por los prisioneros porque éstos podían abjurar de su fe en la tortura”, nos informan.

 La regla de sangre es el martirio testaferro. El suplicio interpuesto más salvaje jamás imaginado.

(Hay diversas formas de tortura, algunas  pasan desapercibidas a las organizaciones que la persiguen cuyos carteles, de niña, me inquietaban porque siempre mostraban alambradas con pinchos. A veces los pinchos son palabras dejadas caer como chinchetas oxidadas en un camino angosto).

Pero este San Serapio no presenta sangre, ni una gota, como nos insiste la comisaria de la muestra en un paseo privilegiado por las salas pintadas de albero de ese museo al que entro con la reverencia solemne del ingreso a una iglesia. Para el pintor barroco la sangre se esconde en las decenas de blancos que encierra un color que no es color. La insignia de la muerte. El sudario como maléfica indumentaria.

…Y me dijiste si muero antes que tú
líbrame de las palabras en lata y de las
fechas caducadas.
Aléjame de la tierra en la que duermo,
pues una sola hoja de hierba puede
enseñarte tal vez que la muerte es una
manera de plantar…

De nuevo el azar, bendito seas,  me trae un libro de John Berger, formado con su hijo Yves. “Rondó para Beverly” (Alfaguara) es una elegía  brevísima y concentrada a la muerte de la mujer del escritor que nos muestra estos versos de Mahmud Darwish. Ayer ella estaba y regaba las plantas. Hoy es un Rondó nº2 para piano de Bethoven. Uno siempre necesita llenar el vacío con un sucedáneo. No se me ocurre nada mejor que la música, salvo vestirse con un hábito de lino que no asfixia ni acaricia. Que deja circular el aire de la ausencia a cada paso, Serapio como John. Regla de Sangre.

En la calle, de vuelta del museo, encuentro con un intelectual famoso y afilado cuyas columnas no me pierdo. “Ah, sí, la exposición de Zurbarán…La mayoría de los cuadros de la muestra ya se habían visto antes”. Noto que cierta indignación se me trepa por la garganta. “¿Acaso ya no disfrutas de un cuadro porque lo hayas visto antes? ¿El atractivo es la novedad, como en las pasarelas de moda o en las ferias de teléfonos o automóviles?”. Hay un tipo de esnobismo que consiste en someter a los demás a la duda sobre lo que los entusiasmó. Bueno, sí, no está mal… Entiendo que eres nuevo en estas lides…Yo ya lo vi antes que tú, desde luego.

Y me vi como una niña, gesticulando entusiasta en medio de la calle al explicar la emoción, y el hombre me miraba con un mohín leve de asombro. La muerte tiene muchas manifestaciones. Le hubiera recitado, de haberme atrevido, “líbrame de las palabras en lata y de las fechas caducadas”. Líbrame de estar tan de vuelta como tú. De haber estado John, sosteniéndome gentil, en ese luto lúcido que marca sus ojeras y las pinta de un violeta dramático que ya hubiera querido Zurbarán, le habría dicho “te acompaño en el sentimiento”. O “siempre se llevan a los mejores”. O todas esas frases tontas que rellenan el vacío protocolo de un funeral.

Termino ya, suena Bethoven. Apunto que  después debo regar las plantas, tal como haría ella…