Mi querida Big-Bang:

Ir a votar a un cole pijo donde padres e hijos van a conjunto vestidos es un dislate. Sobre todo si vienes de un fin de semana rural con tu escudera chuki llena de churretes en la camiseta y jeans desgarrados. Así que hemos hecho un papelón. Nada más entrar de esa guisa te encuentras con tu vecino Martínez el facha, que te mira con ese gesto de “sé a quién votas, tipejilla” y sale pitando para no darte conversación. Lo siguiente es que tu chuki considera que esto es un parque temático y se quiere meter en la cabina con una muestra de todas las papeletas. “Pues no, chitina, yo no tengo nada de qué ocultarme: trae acá pacá la papeleta ésa y la otra”. Y ella: ¿Entonces votas o no a la señora ésa, la del rabete en los ojos?

Votar es un placer. Y un dolor si sabes que quizás estás votando a un tipo corto de luces con buenas intenciones. Pero si no lo haces y pierde sentirás que has contribuido a la causa. Eso trato de explicarles a las chukis, mientras me rebelo contra mi madre, que siempre vota distinto que yo. Y contra algún ex, que también. En realidad, el voto es una manifestación más de rebeldía generacional, sentimental, y para algunos -los de mi barrio- la oportunidad de chulearse de niños vestidos de Bon Point.

Así que vuelvo con la satisfación del deber cumplido. Me he cruzado con lo más rancio de la zona y yo iba con deportivas y jeans marcavenas, y con una de esas camisetillas que te llevas al campo como para ir de campo. Ahora ya puedo esperar a los resultados, ansiosa. Ardo en deseos de ver a Rubalcaba haciendo ese despliegue de sex appeal que borda en estas ocasiones. Mi comunidad, mi ayuntamiento, penden de un hilo. Y la integridad física de mi minichuki, que amenaza con contar urbi et orbe a quién vota su madre. Espero no encontrar mañana anónimos en el buzón.