El sexo forzado dentro del matrimonio no es delito en algunos países. Europeos, no hace falta irse más lejos. En Bulgaria, Estonia, Polonia o Hungría el vínculo “sagrado” es una licencia para follar gratis. Con perdón. Aunque sea a costa de ella. Un pasaporte para que el deseo campe a sus anchas sin un gramo de respeto, de alteridad por la persona a la que se ama (presuntamente).

Me doy cuenta con estupor y vergüenza de que yo también asumo que en países donde los derechos son del Monopoly la mujer es un peón, una víctima también en la intimidad cuya esclavitud destaca menos en medio de todo el alfabeto doliente de atropellos. Uno se anestesia contra las bacterias pertinaces, podría decirse, y es capaz de tragarse la noticia del Telediario sin dejar de tragarse la cena. Pero cuando te están diciendo que en la vieja y civilizada Europa hay mujeres que no pueden denunciar a sus maridos cuando las hostigan sexualmente entonces se te paralizan los músculos del horror.

Ayer fue el día de la Mujer y no escribí. Me lo tomé de vacaciones de mí misma mientras recibía por whatsapp abundantes viñetas conmemorativos. El una de ellas un padre y un hijo pasean y charlan por la playa:

-Papá, ¿qué significa ser hombre?
-Significa saber tomar todas las decisiones en la vida
-Pues un día quiero ser hombre, como mamá.

Yo soy todo un hombre, pero nada me complace y me descansa más que poder tomar las decisiones en equipo. Las mujeres cansadas, como los hombres, imagino, soñamos con entregar el relevo un rato y sentarnos en una piedra en el camino. Abandonarnos en unos brazos poderosos que nos recojan de cuando en cuando aunque seamos corredoras de fondo y estemos acostumbradas a bregar en soledad. Querríamos salir a la calle con una pancarta que diga “no soy débil, por eso te necesito. Cuídame y yo te cuidaré”. Nos han dicho que debíamos ser autosuficientes. Autogestoras. Y nos lo hemos creído a pies juntillas. Nos han dicho que vigiláramos porque a ellos les pagarían más por lo mismo, y nos hemos puesto a trabajar por nuestras carreras profesionales con tal ahínco que al llegar a casa por las noches nos tiembla el brazo al abrir la nevera.

Mi generación es la primera de mujeres educadas en igualdad. En presunta igualdad. Pero muchas siguen atadas a sus parejas porque dependen económicamente de ellos y cuando sale el tema se meten en jardines justificativos. “El matrimonio (o la pareja) desgasta, es normal… No vas a estar enamorada después de 20 años. Él tiene sus cosas como yo tengo las mías”. Ciertamente, esto es así. Pero convendría hacer un inventario de sus “cosas” (y de las tuyas) porque igual algunas no resultan tolerables. Y convendría, ya de paso, reivindicar la pasión 20 años después como el cariño o la ternura. Y no acogerse a esas verdades de la mayoría que hacen tanto daño al conjunto.

Mujeres búlgaras, estonas, polacas… Yo os invoco. El cuerpo sólo debe entregarse por voluntad, no por contrato. La intimidad sexual es tan sagrada que hay que llegar a ella de rodillas, como a un templo. Y entregarla y entregarse enloquecidamente, apasionadamente, pero sólo si es a lomos del caballo del propio deseo. Un hombre, otra mujer,  jamás debe poseeros sin permiso aunque un papel legal se lo conceda. El cuerpo es el instrumento, pero al entregarlo se entrega mucho más que unos brazos, unas piernas, unos pechos. Y conviene saberlo. Y una tiene todo el derecho a retirarse si hay alguna duda, igual que ellos. Y también a quedarse y seducir a muerte, desde luego.

Anoche mi hija mayor y yo veíamos juntas las noticias y quise que dejara de comer y se enterara. Las mujeres directivas son una minoría, decía la información y era un deja vu. Mi hija dijo entonces: “Mamá tú eres una de ellas porque trabajas en una revista, que si no…”. Me quedé callada, y ahora me arrepiento. Tendría que haber dicho que el talento florece aunque el sol te achicharre. Que el trabajo duro y la fe en uno mismo (en una misma) es algo irrenunciable. Que no tenemos límite, pero una mano invisible a veces nos empuja. Que somos tanques que disparan flores. Que nunca en toda mi existencia me sentí menos que ellos. A pesar de que en casa las chicas limpiábamos la cocina y los chicos se hacían la cama y era una injusticia, pero en otras casas los hombres ni siquiera recogían sus calcetines sucios por la mañana.

Que somos poderosas, frágiles, soberanas, víctimas, delicadas, duras, contradictorias, valientes, cobardes,voluptuosas, inseguras…Como ellos. Exactamente igual. Y que si nosotras reivindicamos la igualdad estamos permitiendo que ellos se permitan lo mismo que nosotras. Que el hombre no es nuestro enemigo, es nuestro cómplice necesario. Pero hay que saber a qué hombre entregamos las llaves de nuestra vida. Y dejarle muy claro que seguimos siendo dueñas y señoras de nuestro deseo. Con papeles o sin ellos. Exactamente igual que ellos.