Una vez en casa ajena la empleada de hogar me sorprendió como tantas madrugadas en la cocina, preparándome un café a mi hora habitual.

-Madruga mucho. Las señoras siempre quieren dormir más.
-Será que yo no soy una señora.

Había olvidado este diálogo mínimo que sin embargo me desconcertó en su momento, pero el otro día en un café restaurante rancio y lleno de mujeres con laca y muchos logos en los bolsos donde a veces recalo a mediodía dos hombres de sienes plateadas y americanas de suave alpaca conversaban con sendos vinos mientras un tercero, postrado a sus pies con un maletín de madera desgastada, les limpiaba mansamente los zapatos. La escena me abochornó y no lograba quitarles ojo porque ellos seguían a lo suyo y le hacían el mismo caso al limpiabotas que le hubieran hecho a un perro vagabundo que fisgara por allí.

Las señoras son dormilonas, desconsideradas y vagas. Los señores, displicentes y una casta -ay Pablo- que paga a la inferior unas monedas por limpiarles lo más bajo de sus cuerpos.

Todas las mañanas les pido a mis hijas que no salgan de casa sin recoger del suelo braguitas y calcetines. Me avergüenza que otra persona tenga que agacharse y recoger lo más íntimo y más inmundo de las prendas que nos ocultan y enaltecen. 

Pero igual es porque yo no soy una señora. O porque me parece una falta de respeto considerar que el otro es menos sólo porque le pagas un salario (de mierda, a menudo).

Busco rápidamente sinónimos de señora por si encajara en alguno:

  • mujer, hembra, dama, matrona, madre, madama, dueña
  • mujer, esposa, cónyuge, compañera, pareja, consorte, costilla

Me quedo con dama, mujer y compañera. Me ofende la costilla si no es en barbacoa. Consorte ya lo fui, en todas sus acepciones. Hembra siempre me ha echado para atrás, por anatómico y de casquería porno. Pero lo mismo es porque no siendo una señora me duele mi falta de etiqueta.

Las señoras no madrugan. Se arrastran por el pasillo y llegan tarde a todas partes. Que las esperen. Que les sirvan el desayuno en bandeja de plata. Que recojan los papeles que tiran al suelo en un descuido. Que les llenen la bañera de espuma y sueños aromáticos. Que se anticipen a sus deseos. Que deseen por ellas. Que envidien el cajón de sus sostenes. La hilera de camisan bien planchadas.

Si no soy señora, ¿soy señorita? ¿amante ocasional? ¿reponedora de letras? ¿ser humano esperanzado? ¿domadora de fieras sin rayas? ¿melómana empedernida? ¿mujer madura con espíritu adolescente? ¿rubia de bote?

¿Por qué es tan difícil definirse sin utilizar al otro/lo otro -marido, hijos, empleada de hogar, profesión-?

Solía madrugar en casa ajena y buscaba mi hogar en un rincón con un café. A veces en una terraza con plantas que crecían salvajes y me daban calor. Una señora, convengamos que soy una señora a falta de otro título más conveniente, no se adapta fácilmente a los crujidos del suelo de madera ni a las luces de techo, deslumbrantes. Al chorro de una ducha diferente, al respaldo de una silla ni a la almohada que extraña la curva de su cuello.

Una dama se siente animal en una jaula cuando sale de la suya y explora con el lomo erizado, de puntillas y a oscuras. Tiene frío, mucho frío y se encoge bajo un albornoz de otro. Y sueña con su rincón y su fuego, aunque en casa no haya chimenea. Y se siente tan dueña, tan señora, delante del espejo de su cuarto. Irremediablemente regia. Y recoge su ropa interior y sus miserias antes de que el ángel que la cuida pase y devuelva cada cosa a su sitio, como un duende.

Y ser dueña de sí ya le parece mucho.

Qué bueno recuperarlos! Ahí va otra: