Me invita un lector a reflexionar sobre el pueblo mapuche, y no sé qué decir.

Lo primero que se me ocurre es que me siento incapaz. Lo segundo, que me siento tertuliana. Uno de esos seres con conocimientos hilvanados que igual departen sobre el asesinato de Asunta que de la derrota electoral del líder conservador portugués.

Haría mejor en llamar a un especialista. Alguien con coordenadas suficientes para trazar un mapa argumental enriquecido de contexto y desapasionado ma non troppo. Un argumento y su contraargumento, con dos o tres citas literarias imprescindibles y alguna estadística actualizada.

Pero un periodista, por definición, es un ser de lengua desatada. Un pensador de destellos que raras veces devienen teorías. Un rematador de canastas de otros que utiliza los trucos del oficio para rellenar líneas con mejor o peor calidad de desempeño. Un dispensador de píldoras de colores que a veces son chicles y a veces trippies. Y que cuando le dicen “escriba sobre estos, señorita/o”, su primer impulso es meterse en la Wikipedia y teclear “Mapuches“, para excitarse de inmediato con el roce terciopelo de algunas palabras: mapadungún, pucuche, río Maule, araucano…

Bandera mapuche

Pero mi amigo lector pretende otra cosa:

“Me dirijo a ti para hacerte una invitación a hacer
una reflexión sobre el pueblo Mapuche. Sería bueno tener
la opinión de una española a más de cientos de año
de tratar de exterminarlo desde que llegaron los
Españoles a Chile.  Desde entonces, una
cacería indiscriminada por los gobiernos de turno de
cada época para robarle su tierras que hoy son las
reserva de agua y los paisajes más hermosos que hay en el mundo…”.

A esta española le abochorna cualquier relato de arrogancia que termine en destrucción, pero mi frívolo por pequeño conocimiento de tu pueblo retiene el galope de mis dedos. El español sufre tradicionalmente de esa enfermedad de los cobardes: crecerse con los débiles, pisarlos con la bota militar, y encogerse con los grandes en el túnel que da salida al campo de juego. Somos acomplejados y la Historia nos lo recuerda con capítulos de leyenda negra que los niños aprenden en el cole. 

Claro que esto que te digo podría tacharse de demagogia barata. Un intento de satisfacer tu curiosidad por lo que pienso de algo que aún no conozco. Pero si dejo de escribir sobre lo que no domino me quedaré quieta y atada, como esos personajes con camisa de fuerza y mordaza que se desesperan por dar salida a su voz. 

¿Cuántas voces autorizadas podrían debatir sobre el mapuche? Seguramente no muchas más de las que podrían hablar de la pobrecita Asunta, esos minutos de miedo y temblores, sin caer en el delirio y en el morbo más repugnante. Y ya de paso sólo unos pocos estarían preparados para decidir cómo salvar el aeropuerto de Barajas de la crisis -otro de los temas del día- o  cuál es el alcance real de la amenaza neonazi en Atenas.
 
Creo que la inteligencia debería ser la capacidad de reconocer los terrenos que pisamos con firmeza y evitar el campo de minas de la ignorancia. Pero decir “yo de esto no sé” no está en nuestro ADN y ya es hora de que se enciendan los focos y ese tertuliano de pro, soberbio y muy seguro de sí mismo, responda que no tiene ni idea, ni puñetera idea, de lo que lleva meses hablando con otros contertulios ignorantes. Trileros de palabra fácil y gesto altivo que hasta hace un rato no sabían que los mapuches lloran su suerte en Chile y una parte de Argentina. Pisoteados, humillados y esquilmados. 

Mientras acá a muchos les pagan por su verborrea. Tan contaminante que Greenpeace debería estudiar ya acciones al respecto. Salvemos el conocimiento y la palabra.  O callemos un rato, que no mata.